Judy Garland por Kado Kostzer
SOY
VIERNES, 23 DE ENERO DE 2015
MI MUNDO
Stonewall empezó el 28 de junio de 1969. Poco antes, gran parte de los varones gays de Nueva York ya se habían visto las caras en el funeral de Judy Garland. Su nombre fue contraseña de disidencia sexual durante décadas. Aquí, algunas instantáneas del auge y ocaso de una estrella con el brillo de los siete colores.
Por Kado Kostzer
”¿Es amigo de Dorothy?” era un susurro frecuente en los circuitos subterráneos del mundo gay preStonewall. La codificada pregunta equivalía a las posteriores ya obsoletas “¿entiende?”, “¿es del ambiente?”, “¿es del club?”, y obedecía a la sana inquietud de saber la orientación sexual de un prospecto de interés. ¿Quién era Dorothy? Algunos pensaban que era la incisiva Parker, la escritora de igual primer nombre cuyo círculo tenía muchos homosexuales. De ninguna manera. La Dorothy de los amigos había nacido con el siglo XX de la imaginación de L. Frank Baum, como la heroína de El mago de Oz, y alcanzado la inmortalidad en 1939, personificada en el cine por Judy Garland. La identificación de la comunidad gay con la actriz/personaje y una de sus canciones, “Over the Rainbow”, había sido instantánea y se extendió por décadas.
Así como Dorothy que, siguiendo el camino de baldosas amarillas, había llegado al maravilloso reino de Oz, Judy había atravesado –sin zapatitos mágicos rojos– el suyo propio y a los empujones que le propinaba su entorno con Ethel Gumm, la madre, a la cabeza. La ambiciosa mujer estaba decidida a que sus tres hijas triunfaran en los entonces populares espectáculos de vodevil como las Hermanas Gumm, Suzy, Ginnie y la menor Frances Ethel, que se autobautizó
Judy, título de una canción que arrancaba ovaciones. El Garland surgió, según dicen, en homenaje al crítico Robert Garland, autor de una elogiosa reseña. Muy pronto, tanto la señora Ethel como los empresarios se dieron cuenta del potencial de la pequeña, condenando a las otras dos integrantes del trío al eclipse total, con el resentimiento correspondiente.
En 1935, luego de largo peregrinar, la veterana Judy de 13 años (había debutado a los tres) firmó un contrato –es un decir, pues su temible madre hacía y deshacía a su gusto– con la MGM, el estudio que tenía “más estrellas que el cielo”. Los productores la usaron de comodín en varias películas sin saber qué hacer con esa niña ya muy crecida o con esa mujer incipiente. El poderoso patrón, Louis B. Mayer –que luego se jactaría de su descubrimiento–, se refería a ella despectivamente como “la jorobadita”.
El mago de Oz había sido pensada como escaparate para los talentos de Shirley Temple, otra niña prodigio (también con madre) mina de oro de la Fox. Para obtener sus servicios la Metro la cambiaría por dos de sus estrellas más valiosas: Clark Gable y Jean Harlow. La inoportuna muerte de la rubia platinada rompió el acuerdo y los productores recayeron en la ya crecida Judy, de casi 17 años. La maquinaria se puso en marcha. El genio de Adrian creó el famoso vestidito cuadrillé azul con el talle bien alto para dar la sensación de pequeñez. Su busto fue vendado cuidadosamente cada mañana para disimular las abundantes formas femeninas y continuamente se ensayaban nuevos trucos para captar la niñez requerida. El resto es historia.
El éxito le trajo padeceres. La sumisa mujercita –acomplejada por la belleza de Ava, Liz y Lana, otras chicas de la Metro– había pasado a comportarse como prima donna y el cuidado que se ponía en ella estaba a la altura de su jugoso rendimiento en boleterías. Como mostraba tendencia a engordar, era sometida a rigurosas dietas y a anfetaminas. Un detective del estudio seguía sus pasos. En uno de sus reportes consignaba: “Miss Garland devoró su comida especial y como Lana Turner, sentada a su dado, había dejado el puré intacto, se lo pidió para tragarlo desaforadamente”.
Con un ritmo anual de dos o tres películas, de exigente despliegue musical, grandes científicos la sometieron a brutales regímenes de pastillas: para adelgazar, para dormir, para despabilarse, para la energía... Un médico, no tan sabio pero sí más sensato, sugirió que tenía que hacer una cura de reposo por lo menos de un año. Impensable para las arcas de la empresa. The show must go on!
En 1950, con un comportamiento cada vez más errático, con films donde aparece alternativamente gorda y flaca, con rodajes inacabados, a los 28 años ya era para Hollywood un personaje del pasado. Una desempleada. Había recuperado su libertad. La codiciosa Ethel, malversadora de la fortuna ganada por su hija en quince años, también era del pasado. “Si tengo problemas de dinero se lo debo a mi madre. Para lo único que servía era para crear caos y miedo. Envidiaba mi talento, lo mismo que mis hermanas, que tenían unas voces horribles”, había dicho cuando rompió relaciones. “Nadie nunca me consultaba, todos decidían por mí.”
Después de un regreso triunfal a mediados de los ’50, tanto en cine como en sus recitales apoteóticos vienen altos y bajos en la montaña rusa de esa vida tan intensa. Maridos variados, pasones de droga, intentos de suicidio, escándalos, depresiones nerviosas, tres hijos que debían huir de los hoteles con la mayor cantidad de ropa puesta ante las cuentas impagas... Su tabla de salvación, frágil, era un íntimo lugar nocturno en el East Side regenteado por dos lesbianas, la fabulosa actriz Mary McCarthy (no confundir con la autora de El grupo) y su amiga Jackie. Allí prodigaba canciones a la clientela gay, que verdaderamente la idolatraba y se identificaba con su vulnerabilidad. Ocasionalmente, una suerte de mendicidad en las calles la sacaba de apuros. Atónitos transeúntes eran increpados por la sonriente cantante con un: “Señor, soy Judy Garland. ¿Podría prestarme 20 dólares que salí de casa sin dinero?”. Pocos podían negárselos a una leyenda viviente tan ligada a recuerdos juveniles de dos generaciones.
Peter Rogers, joven publicista de Blackglama –criadores de visones destinados a la alta peletería–, convocaba a grandes leyendas del espectáculo para los anuncios de su cliente: Bette, Lauren, Rita, Callas, Marlene, Streisand, Liz, Audrey y hasta la proteccionista Bardot aportaron su glamour luciendo creaciones de tan siniestra procedencia. Judy no podía faltar en esa célebre lista. El pago por prestar su imagen era un lujoso abrigo a elección. El autor de la exitosa campaña relata que localizó a Garland viviendo en Boston y estuvo encantada de ser fotografiada en visón ¡por Richard Avedon! El problema se presentó cuando ningún hotel de Manhattan quiso alojarla –sabían de los huracanes provocados por sus borracheras–. Por fin, el Penn Garden tomó la reserva, pero al arribo de la estrella “no disponían de suite”. Lo habían pensado mejor. Rogers aceptó hacerse cargo de los eventuales daños que pudiera causar Judy y por fin fue hospedada. Por la noche asistieron al Empire Room del Waldorf, donde actuaba Tony Bennett, que resultó eclipsado por tan fabulosa presencia entre el público. Luego del show, Judy se siguió divirtiendo y cuando su anfitrión se presentó al día siguiente para llevarla a la sesión de fotos en el cuarto reinaba el desastre. Botellas rotas, plumas volando y ella con un pie lastimado. Empeñado en lograr su cometido, Rogers prácticamente la arrastró al estudio donde peinadores y maquilladores reconstruyeron la ruina. Mientras, pagó la cuenta del hotel e hizo empacar las pertenencias de su desquiciada leyenda viviente.
Judy se entendió a las mil maravillas con Avedon, pero cuando se dio cuenta de que ya no la necesitaban, que su leyenda en visón había sido capturada y que la esperaba una limusina con su equipaje para fletarla a Boston, la alegría se transformó en furibunda agresión. Una vez más se había sentido “usada” y exigió violentamente el tapado prometido. Ante la imposibilidad de concurrir a uno de los grandes peleteros con los que Blackglama hacía los canjes, optó por llevarse el visón de la foto. No le importó que no tuviese forro. Fue el mismo –siempre sin el forro– que la cubría a su llegada al londinense aeropuerto de Heathrow meses antes de su muerte. Tiempo atrás había manifestado: “En mi funeral imagino a miles de mariquitas cantando ‘Over the Rainbow’”. Así fue, más de 20 mil personas, la mayoría varones gay, le rindieron el último tributo. Al día siguiente en Stonewall la historia cambiaría.
Se acaba de reestrenar Al final del arcoiris, la obra protagonizada por Karina K que relata los últimos días de la vida de Judy Garland. Jueves y viernes a las 21, sábados a las 21.30 y domingo a las 20.30, Teatro Astros, Av. Corrientes 746
Manuel Puig por Kado Kostzer
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/soy/1-2759-2012-12-28.html
SOY
VIERNES, 28 DE DICIEMBRE DE 2012
Se cumplen 80 años del nacimiento de Manuel Puig y Soy lo homenajea con una infidencia. El escritor y director Kado Kostzer recuerda el año entero en que su amigo Manuel vivió perdidamente enamorado de un mozo (por supuesto, heterosexual incurable) y todo lo que hizo para conquistarlo, incluyendo hacerse lesbiana.
Por Kado Kostzer
Además de los estrenos de cine de vez en cuando, y a pesar de su llamémoslo frugal modo de vida, Manuel Puig se permitía ciertos mínimos placeres mundanos, un restaurante por ejemplo. Pero, según su propia visión, no era un gasto, sino una inversión. Se conocían sus libros, su nombre y un poco, muy poco, su cara, ya que se negaba a reportajes en televisión. Estas salidas le posibilitaban promocionarse, vincularse con gente siempre ávida de personajes notorios como lo era él.
Las mesas posibles eran aquellas de los lugares donde se reuniesen miembros de la farándula. Bastante después de medianoche, una vez finalizadas las funciones teatrales (que comenzaban a las 22 o 23) la gente de teatro frecuentaba dos sitios que competían entre sí y que presentaban características bastante parecidas: El Zum Edelweiss, en Libertad al 400, y el Hamburgo, en Carlos Pellegrini casi Tucumán. Ambos ostentaban nombres, decoración y menús de clara inspiración germánica. Quizás el segundo era un poco más barato pues mis recuerdos abundan enmarcados por sus manteles cuadrillé rojo y blanco. Sobre ellos, cuando llegaba la adición, Manuel hacía prolijamente la división para que cada uno pagara estrictamente lo que había consumido y ni un centavo más.
Yo era jovencito y de repente había dejado de lado toda mi timidez adolescente para dar paso a un dosificado desparpajo. Mi paso por el Di Tella y mi nueva actividad como periodista me habían permitido conocer a muchas de las personas que a Manuel le interesaban. Para él no era fácil decir “soy Manuel Puig”, pero estaba yo, Kadet-cadete, dispuesto a ponerlo oficialmente en contacto con el elegido que agradecía irradiando satisfacción al estrechar la mano del escritor de moda.
—Te quiero presentar a Manuel Puig —era mi bocadillo. Luego el trabajo de seducción corría por cuenta de él, que era bastante experto.
Una noche, después de ver a Fred Astaire y Ginger Rogers en Sombrero de copa en la Cinemateca, caímos Manuel y yo al Hamburgo. Al rato se unió a nosotros otro periodista de Panorama. Cuando el mozo, cara nueva en el lugar, se acercó a tomar la orden, por debajo de la mesa Manuel me encajó una patada y hasta tartamudeó cuando solicitó su plato, el más barato del menú.
—¿No es divino? —exclamó mientras el hombre se retiraba—. ¡Qué bien le queda esa chaqueta blanca! ¡Y qué manos! Tan masculino. Un verdadero macho argentino.
El otro periodista y yo nos miramos un poco perplejos, sin entender demasiado el flechazo que le había provocado el mesero al que, con evidente insistencia, Manuel buscaba con la mirada. Ese día hasta pidió postre y café con tal de que el mozo se acercara a nuestra mesa. Mi generosidad con las propinas (herencia paterna) era siempre objeto de reprimenda de su parte. Sabiendo que esta vez sería distinto, me permití una broma.
—No le dejemos nada, total...
—¡¿Qué mosca te picó?! Vos querés arruinarme una relación incipiente. Va a pensar que soy una mujer tacaña y sin clase –exclamó Manuel.
A partir de esa noche el Hamburgo fue el lugar obligado. Juan Carlos, el mozo, era amable y eficaz con nosotros, tan amable y eficaz como con tantos otros clientes que desfilaban por allí. Aunque Manuel interpretaba su simpática gestualidad, propia de su oficio, como mensajes en clave que le enviaba. Nada podía convencerlo de lo contrario.
No había contestadores telefónicos entonces y no se trataba de perder llamadas. La campanilla del teléfono sonaba con insistencia, mientras yo trataba de embocar la llave de la cerradura de mi puerta. Era Manuel.
—Ay, por fin, estuve llamando desde la mañana. ¿Dónde te habías metido? —no tuve tiempo de contestarle—. Tenemos que vernos con urgencia, Kadet. Es algo muy importante. ¡Crucial! Imaginé a Tita Merello diciendo esa frase mientras imprimía su marca de fábrica: el labio inferior que se deja caer y la ceja derecha que se alza desafiante.
La cita fue a las cinco de la tarde lorquianas en un café de Corrientes, no lejos del Hamburgo.
—En las últimas semanas yo lo estuve controlando a Juan Carlos, ¡hasta vi dónde vive en Villa Celina! Me tuve que tomar el subte y dos colectivos para llegar. Ya sé, no hace falta que me digas nada: ¡Esta mujer está loca! —dijo con voz de niña traviesa entre risueño y avergonzado y prosiguió con más despropósitos—. El jueves pasado llamé al restaurante haciéndome pasar por un pariente y averigüé su horario de entrada. Por la tarde me fui hasta allí y me escondí en el quiosco de la esquina para verlo llegar. ¡Sin el uniforme es mucho más lindo todavía! Tiene una campera azul con cierre y se deja la camisa un poco abierta para que se le vea el vello del pecho. A veces viene con otro de los mozos, uno pelado gordito. A las seis en el Hamburgo no hay nadie, solamente se dedican a preparar las mesas para la noche. Pobre Juan Carlos, si vieses el barrio donde vive...
—Ir hasta Villa Celina para espiarlo... ¡Me parece demasiado!
—Por eso no te pedí que me acompañases, sabía que me ibas a criticar, Kadet —exclamó en tono deliberadamente sobreactuado.
—Bueno, ¿que es eso tan crucial de lo que tenés que hablarme?
—¡Ay, pero qué impaciencia! Lo tengo todo bien pensado. Mirá —dijo sacando de su portafolio una carpeta con una decena de fotocopias de reportajes y artículos referentes a él y a sus novelas—. Vos, como si fuese cosa tuya, se la llevás. Yo creo que él aún no se dio cuenta de que soy una mujer famosa aunque no aparezca por televisión.
—Pero Manuel, con qué cara yo voy a enfrentar al pobre tipo para darle esos recortes. ¿Vos creés que realmente le importa?
—Es un favor que te pido, Kadet. ¿Le vas a negar ayuda a una mujer enamorada? Estamos a una cuadra del restaurante y ésta es la hora en que él llega.
—Bueno, ¿qué tengo que hacer?
—Fingís que el encuentro es casual y le decís: “Ah, justamente aquí tengo artículos que publicaron sobre Manuel, te los dejo así los leés”. Esta mujer se queda aquí esperando así le contás cómo reaccionó su fidanzato.
Puntualmente llegó Juan Carlos con la misma campera descripta por el autor de Boquitas pintadas. Al darle la carpeta me miró con cierto fastidio, disimulado por su cortesía profesional.
—A vos te mandó él ¿no? —preguntó afirmativamente y dejando paso a un tuteo que le permitía no ser esta vez él mozo y yo cliente.
—No, para nada, justo venía a una oficina aquí al lado. A Manuel casi no lo veo. Anda muy ocupado —mentí con bastante torpeza.
—Bueno pibe, hay que laburar, ésa es la triste realidad. Tengo cuatro bocas que alimentar —comentó Juan Carlos a modo de despedida y la puerta del Hamburgo, con marco de madera y cortinitas blancas, se cerró en mi cara.
Siempre me consideré mal actor y pésimo mentiroso. De todas maneras hice lo que pude con considerable naturalidad. Kadet-cadete había cumplido con la misión, el envío estaba en las manos de su destinatario. Manuel fantaseaba que a través de los artículos de diarios y revistas el hombre caería rendido en sus ansiosos brazos. Para hacer el encuentro más trascendente decidió “hacerse desear” y no frecuentar el restauran por tres días. Cuando, por fin, reaparecimos, el mozo se limitó a su cortesía habitual con el agregado que de una de sus idas y venidas entre el salón principal y la cocina trajo la dichosa carpetita y la puso sobre mi plato aún vacío.
—Muy lindo todo —se limitó a decirme ignorando a Manuel.
—¿Te diste cuenta de que ni se atrevió a mirarme? Eso es muy significativo ¿no? Como una novia adolescente Manuel hizo mil y una interpretaciones del tan escueto comentario. Luego revisó una por una las fotocopias devueltas tratando de descubrir alguna clave o mensaje secreto.
Después de varios meses el asunto ya me estaba hartando y el Hamburgo comenzaba a asquearme. Para evitar ser arrastrado hasta allí por Manuel se me ocurrió un argumento atractivo.
—Quizá los amigos que a veces te acompañan, y me incluyo yo, seamos el inconveniente. Siempre presentes, siempre en el medio. El tipo se siente observado, controlado. Sería mejor que fueses solo, de esa manera quizá se suelte un poco.
Mi teoría pareció convencerlo. Después del programa cinematográfico (casi habitual) yo volvía temprano y feliz a casa y Manuel se dirigía al restaurante para hacer su trabajo de paciente bordadora de un encaje de dibujos invisibles. Alguno de sus ya muchos conocidos terminaba salvándole la noche con su compañía.
Por ese entonces Manuel frecuentaba a un rutinario, pero eficaz, clásico de su vida sexual: Segba. El hombre había recibido tal apodo por trabajar en la empresa de electricidad homónima. Viviendo en Italia un amigo argentino, llamémoslo Germán, le solía contar los múltiples placeres sexuales que en su juventud porteña le proporcionaba este muchacho, casado y padre de familia. La nostálgica Scherezade avanzaba con su relato creyendo haber encontrado en Manuel un oído cómplice y amigo. Sin embargo, cada nueva aventura le proporcionaba un nuevo dato para su fácil localización.
“¿Y en qué central de Segba trabaja? En Buenos Aires hay tantas y algunas son en barrios apartados”... “Vos le decís Segba, pero debe tener nombre como todo el mundo”... “¡Qué nombre tan masculino!”... “Seguramente es de origen tano”... “¿Y qué apellido?”... Y así al llegar a Buenos Aires encontrar a Segba en Segba fue tarea más que sencilla. Bastó que se presentara y preguntara por él para que inmediatamente se hiciera presente enfundado en su mameluco de trabajador, lo que lo hizo más atractivo ante los ojos de Manuel. El muchacho de los recuerdos de Germán ahora era un hombre y los años transcurridos lo habían hecho progresar, había ascendido a subjefe de mantenimiento.
—Acabo de llegar de Roma y Germán me pidió, muy especialmente, que lo viniera a ver para traerle saludos —mintió Manuel—. El siempre me hablaba de usted, lo recuerda con mucho afecto.
El apodado Segba, hombre de ojo pícaro y entrenado, supo inmediatamente qué clase de recuerdos eran los que atesoraba Germán. Haciendo gala de su autoridad como subjefe de mantenimiento invitó al visitante a bajar al sótano para conocer las impresionantes instalaciones de la planta eléctrica. Manuel lo relataba más o menos así:
—El iba adelante. Yo le miraba la espalda y ya estaba caliente. Me sentía Lana Turner cuando ve por vez primera a John Garfield en El cartero llama dos veces. ¡Combustión instantánea! El sótano estaba oscuro y solo se escuchaban los motores. Le pregunté si había gente trabajando. Me dijo que no. Yo entonces, muy en Deborah Kerr en Las minas del rey Salomón, frágil pero en el rol de dama de tobillo delicado, tropecé y caí, no en sus brazos sino con mi boca rozándole la bragueta. No fue por torpeza, como la tonta de Deborah, sino que yo había perfectamente calculado todo. La impresión fue enoooorme, al nivel de las potentes máquinas del lugar. La Germana no exageraba en lo más mínimo. Desde ese día esta mujer se hizo clienta de Segbita.
El empecinamiento por Juan Carlos había dejado al subjefe de mantenimiento, tan lleno de virtudes, en un segundo plano muy de subjefe, pero para nada había pasado al olvido.
Las tres o cuatro incursiones de Manuel en solitario al Hamburgo habían dado escasos resultados. Sin embargo, en una de esas tardes en que merodeaba por las inmediaciones del restaurante aguardando un encuentro casual con su presa, pudo conseguir que Juan Carlos aceptara tomar un café con él. En ese encuentro, más íntimo y fuera del lugar de trabajo, Manuel se había sincerado manifestándole sus intenciones amorosas. El hombre no se escandalizó demasiado por la propuesta, pero argumentó: “No es lo mío, a mí me gustan las minas”. En un lugar frecuentado por la farándula había visto pasar por las mesas pederastas, mariquitas, mariconazos, trolos, bufarrones, travestis de avanzada, locas tapadas, galanes simuladores y hasta algún transexual pionero, pero un contacto homosexual era algo totalmente ajeno a sus fantasías y no le despertaba ninguna curiosidad intentarlo. Luego del sinceramiento recíproco el mozo se apresuró a llegar a su trabajo para acomodar las mesas y Manuel a llamarme para contármelo todo.
—Yo, como Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó cuando Clark Gable la abandona: “Ya se me ocurrirá algo para traerlo de nuevo a mi lado” —suspiró a la manera de conclusión.
Es aquí cuando entra en acción la Voluptuosa, apodémosla así, una actriz que sin protector detrás, mucha iniciativa personal, una pizca de astucia, grandes dosis de estudiado desparpajo y un surtido de “machetes” (provistos seguramente por amigos gay) había conseguido crear un personaje, hacerse estrella de cine erótico y conquistar mercados latinoamericanos.
Cuando conocí a la avispada self-made-woman criolla ya tenía en su haber diez años de películas torpes, aburridas y feas, sin estilo ni personalidad alguna. Precarios guiones realizados a la ligera en coproducción con México, Puerto Rico, Venezuela o Ecuador o filmados en esos países donde su piel de inmaculada blancura era objeto casi de culto. En su país la Voluptuosa jamás constituyó un fenómeno. Era conocida, pero no popular. A falta de un real talento dramático (que tampoco hacía falta) la estrella aportaba su carga erótica que se limitaba a hacer gestos insinuantes con la boca, a mostrar de escorzo sus senos, un poco las nalgas y conatos de relaciones sexuales. La concepción de los argumentos era tan ingenua como moralista, así lo imponía la rígida censura muy temerosa del cuerpo y defensora de las instituciones. Alguna que otra vez, cuando el censor de turno estaba distraído, podían salvarse de sus tijeras unos pocos fotogramas mostrando los senos de la Voluptuosa luego de que su acosador le arrancara el corpiño o el plano no muy lejano de la fatigada heroína corriendo por la selva con su generosa delantera arriba-abajo-arriba-abajo.
En 1970 la voluptuosidad de la Voluptuosa ya no estaba tan en demanda, aunque ella invariablemente repetía las anécdotas de sus triunfos en el continente americano y se jactaba de su independencia afectiva y económica cada vez que la televisión requería de su pionero discurso transgresor. Lejos estaba su estilo del de sus contemporáneas, las estrellitas ingenuas. Ella se presentaba sin tapujos como una comehombres, ama absoluta de su sexualidad. Lo fundamental, y se mantenía fiel a esa premisa, era que un hombre le gustara, ya fuese el presidente de un país bananero o el modesto chofer que lo conducía. La Voluptuosa sabía bien cómo hacer para que se respetara su intimidad. Jamás sus grandes amores, triviales infatuaciones y prosaicos coitos trascendieron en las páginas de Radiolandia o Antena.
Además de sensuales amantes la Voluptuosa también coleccionaba amistades notorias, más aún si se trataba de escritores, intelectuales y artistas plásticos. De eso también se quería diferenciar de sus colegas y su radiante presencia era más que grata en sofisticados círculos sociales.
La encontré en el Hamburgo en una de las tantas cenas tardías con Manuel y se la presenté. El, repitiendo su táctica de íntimas confidencias para crear un vínculo, le contó en la sobremesa compartida lo mucho que sufría por la indiferencia del mozo. Fue una confesión de mujer-a-mujer. Poco tenían que ver entre sí ambas “mujeres”. La cautiva en el cuerpo de Manuel Puig soportaba sobre sus hombros la cruz de ser ella la que perseguía a los hombres, en el caso de la Voluptuosa, se suponía, era todo lo contrario.
La nueva estratagema ideada por Manuel para hacer caer al moscardón en su telaraña me fue expuesta:
—Ya hace casi un año de este asunto con Juan Carlos y yo, gila, no me daba cuenta de que había que poner una concha como señuelo y nadie mejor que la Voluptuosa. La voy a invitar a cenar al Hamburgo, vamos a ir temprano cuando hay menos gente. No me va a quedar más remedio que pagar yo, pero vale la pena porque el plan es genial. Ella me dijo que es capaz de todo por un amigo y yo le voy a pedir que se acueste con Juan Carlos. Pero la condición será que luego él se acueste conmigo. ¡Por fin el tipo va a caer! ¿No es genial?
—Un poco complicado, pero si los tres están de acuerdo...
—Estoy segura que la Voluptuosa va a aceptar porque cuando yo se lo señalé, me dijo: “Está bien el tipo”. Si ella no quiere, tengo una segunda opción muy apetecible para cualquier macho. Esta noche se define todo. Juan Carlos tiene una oportunidad única. Te imaginás para un tipo decir “me acosté con la Voluptuosa”... Un recuerdo para guardar de por vida.
A la mañana siguiente llovieron en mis oídos torrentes de lamentos: A último momento la Voluptuosa canceló la invitación, según dijo, por una repentina indisposición de su madre (era muy buena hija). El precavido Manuel recurrió a la segunda opción, otra de sus admiradoras-amigas-vestales-comodines, Pilar. La pretendida bacana, no del todo mal y de apellido no del todo bien, era frecuente chica de tapa en revistas de actualidad, sexy protagonista de comerciales de TV, figurita de la noche porteña de cuerpo dadivoso por interés o por placer, según los casos... De vocación aventurera aceptó encantada la insólita propuesta, “de mujer-a-mujer”, sin conocer al hombre con el que tendría que acostarse. El que no aceptó fue Juan Carlos que de plano rechazó la idea de compartir el lecho con la chica del momento, la más invocada por tantos machos onanistas, menos aún condicionado por un trueque. Manuel estaba frenético.
—Me enamoré como una estúpida de un tarado, además de insolente. No estuvo demasiado vivo rechazando a Pilar. ¡Qué se habrá creído! ¡Permitirse un desprecio semejante! Yo estoy acostumbrada a ser la mujer-estropajo a la que todos arrastran, basurean, humillan... ¡pero con Pilar!... Cualquier hijo de vecino tiene que “ponerse” y él gratis ¡se la pierde! ¡Es indignante! Ya hacía rato que venía haciéndose el interesante, cuando yo lo llamaba al Hamburgo se hacía negar. Además, no es tan lindo y le percibí un costado turbio, siniestro diría, que más vale evitar para que luego no haya daños irreparables.
Tomé todas las apreciaciones de Manuel con humor. Estaban a la altura del rol que había asumido, el de una “mujer despechada”. Imaginé a Juan Carlos con su parca cortesía negándose, muy digno, a esa transacción. Ante sus ojos de buen tipo de barrio seguramente semejante oferta le había parecido descarada y en extremo decadente.
—Esta mujer tiene otras cosas más importantes de que ocuparse que de un simple mozo. De su carrera literaria y de su vida social, por ejemplo —sentenció Manuel e inmediatamente cambió el tono de enojo pasando a uno pícaro y cantarín, típico de su estilo autoparódico—: ¡Esta mujer se hizo lesbianaaaaa! Tal como lo estás oyendo, ¡tortilleraaaa! Ahora soy una escritora hija de Safo, como Virginia Woolf, como Gertrude Stein, como...
—¡¿Cómo?!
—¡Sí, me acosté con una mujer! Tortilla pura, mujer con mujer. ¿Y adiviná con quién?
Pensé, por el escaso tiempo transcurrido desde la noche anterior y por su intervención, que había sido con su nueva cómplice.
—Con Pilar.
—Frío, frío, frío... ¡Helado! Después del exabrupto de la basura de Juan Carlos, la boluda de la Pilaruca me largó sola y se fue a bailar a Mau-Mau con sus amigos bienudos. Apenas entré a casa la llamé a la Voluptuosa para contarle mi fracaso en el Hamburgo. Me notó tan mal que me invitó a tomar una copa en su departamento. Yo estaba furiosa y tenía que descargarme con alguien. Como todavía no me había desvestido y la noche estaba linda, fui. Consuelo va y consuelo viene y hablando de la porquería que son los hombres terminamos haciendo una regia tortilla. ¡Mirá si me empiezan a gustar las mujeres! —dijo exagerando su terror.
—La vieja fórmula de la Bella y el Genio. Con este “encuentro íntimo” la Voluptuosa se incorpora a la larga lista de hembras empeñadas en “curar” a homosexuales, pero vos ¡te hiciste lesbiana!
—No estoy para bromas. Mejor que la Voluptuosa no se haga la mimosa. Anoche me agarró en un mal momento. No la voy a frecuentar más, es un asunto terminado. Lo mismo que el Hamburgo, ¡terminado!: mala comida, pésimo servicio, higiene deficiente, precios salados y clientela de segunda. ¡Nunca más a ese infecto lugar! —decretó Manuel.
Y se cumplió. La mudanza fue al Edelweiss, aunque con mucha menor frecuencia. Segba volvió protagónico a escena con sus reconocidas descargas, de electricidad por supuesto, y Juan Carlos respiró tranquilo luego de una larga temporada en el infierno.
Cuando a fines de los ’80 se estrenó Atracción fatal (Fatal Attraction), una vez más el comportamiento de Manuel se asemejó al de una heroína del cine, pero esta vez fui yo y, en su ausencia, quien hizo la comparación (un tanto exagerada) como le hubiese gustado a él. No pude dejar de asociar al psicótico personaje de Glenn Close, y la pesadilla que le hace vivir a Michael Douglas, con el capricho por el mozo del Hamburgo. Casi veinte años después de la frustrada persecución a Juan Carlos, y contrariamente al patrón establecido, esta vez era una película la que lo imitaba a Manuel Puig.
Para leer más sobre Manuel Puig y sobre otros personajes hay que consultar el libro de Kado Kostzer Personajes (Por orden de aparición). Ediciones del jilguero, 2011
Homofobias por Kado Kostzer
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/soy/1-2934-2013-05-17.html
SOY
VIERNES, 17 DE MAYO DE 2013
ODIOS ENCONTRADOS
Por Kado Kostzer
Homofobia. El término es relativamente nuevo, en 1971 lo acuñó el psicólogo norteamericano George Weinberg. Sin embargo, la incomodidad, la aversión, el rechazo e incluso el odio hacia los homosexuales, especialmente masculinos, son antiguos o, mejor dicho, ¡viejos! Antiguo tiene una connotación de entrañable y hasta de valioso que no va con sentimientos, seguramente difíciles de llevar a cuestas, en este siglo XXI donde parecería que, en ese tema, el cielo algo se aclara.
En el mundo del espectáculo y de la cultura, donde abundan judíos y homosexuales y homosexuales judíos, parecería que no existen los respectivos prejuicios. Nadie se atrevería, ni se lo permitiría, aunque lo pensase, en calificar a un colega de “judío de mierda” o “puto de mierda”. Cuando sobrevienen las querellas, nunca el tema racial o la elección sexual salen a relucir entre los epítetos que pueden llegar brotar de bocas repletas de cólera.
Sin embargo, vienen a mi memoria algunos casos atípicos. No son los exabruptos al estilo Maradona, tan empeñosamente reiterado en su homofobia que, según parecería, le sirven de escudo y resguardan su persona de vaya a saber qué. Las excepciones, aunque parezcan mínimas, son reveladoras de las contradicciones de personas y personajes que todos suponemos cultos, refinados, mundanos, esclarecidos y hasta esclarecedores.
En 1985, un amigo personal, Jerry Hagstrom, columnista del influyente National Journal de Washington y autor del best-seller The Book of America, visitó Buenos Aires. Este, su primer viaje, coincidió con la aparición del informe de la Conadep, Nunca más. Era inevitable para el inquieto periodista una entrevista con Ernesto Sabato, personaje fundamental de ese momento histórico.
Al volver Jerry de la visita a Santos Lugares me apresuré a saber sus impresiones. Realmente estaba deslumbrado por el autor de El túnel, aunque una leve sonrisa burlona se asomó en sus labios cuando me contó que una vez agotados los temas de la realidad política y social argentina, pasaron a los turísticos. Sabato se interesó por saber qué sitios había visitado, en qué restaurantes había comido. Cuando mi amigo mencionó el Edelweiss, el venerable –y alarmado– escritor le advirtió: “¡No vaya a ese lugar! La clientela es mayoritariamente de homosexuales. Y usted sabe, con esto del sida... Los vasos, los cubiertos, las servilletas... Mejor evítelo”.
Ya en esa época era bien sabido que la saliva no era transmisora del VIH. En un gesto esclarecedor para todos y simple para ella, Shirley Mac Laine había besado en la boca a un infectado ante las cámaras de la televisión mundial. Más tarde, Liza Minnelli repitió el gesto. Quizás en el insigne Sabato pesaba más la homofobia que la información científica.
Los memoriosos aún recuerdan el temblor de Mirtha Legrand cuando, en uno de sus almuerzos, el portador de VIH Alex Freyre prácticamente la obligó a beber de su mismo vaso. Dicen que su actitud “políticamente correcta” frente a las cámaras dejó traumatizada a la conductora que, aun después de varios años, no perdonó al militante gay. (La histórica pregunta respecto de la adopción en matrimonios igualitarios, formulada por la Legrand al diseñador Roberto Piazza, es de público y amplio conocimiento.)
Con la apertura democrática surgió la necesidad, supuesta o real, de contar con publicaciones para la comunidad homosexual. Eso generó Alpher y Diferentes, revistas mal impresas y precariamente diseñadas que tuvieron el valor de ser pioneras en un género que existía en todas las grandes capitales del mundo. Uno de los empecinados propulsores fue Roberto Jáuregui.
Fascinado por la personalidad de China Zorrilla (que obedecía muy bien al cliché favorito gay de la “fascinante” matrona bienuda, mandona y mundana), el empeñoso periodista sintió que debía hacerle una nota en Diferentes. Por supuesto que en el transcurso de la entrevista no se importunó a la dama con preguntas sobre su sexualidad, sino que se habló de su carrera, plena de anécdotas con celebridades internacionales. En esa primavera de 1989, la China estaba representando Fiebre de heno en el teatro Regina. Antes de la función, la casualidad me puso en el camino de Jáuregui, que esperaba a la actriz frente al teatro en el 1234 de la avenida Santa Fe. La revista con el reportaje ya estaba en los quioscos y el orgulloso entrevistador quería entregarle un ejemplar a su distinguida entrevistada.
Apenas la actriz hojeó la publicación, las sonrisas y zalamerías del recibimiento se convirtieron en un clamor que despertó la curiosidad de las demás mesas.
–¡Pero qué te habrás creído...! ¡Hacerme esto a mí! –dijo China con ese tono de patrona de estancia que maneja tan bien–. Vos no me dijiste de qué medio se trataba. ¡Ponerme junto a las fotos de homosexuales pasivos! ¡Qué horror! –concluyó estrujando como pudo la revista.
La oportuna intervención de una muchacha, fiel miembro del séquito de la actriz, puso paños tibios sobre el caliente monólogo y retiró a la ofendida Zorrilla en mutis magistral. Desde los ventanales del 1234 se podía ver a las dos siluetas atravesar, no tan magistralmente, Santa Fe por el medio de la cuadra, esquivando los coches que en ese atardecer pasaban más de prisa que nunca. El lloroso Jáuregui y yo respiramos aliviados al ver que China había llegado sana y salva para desplegar su simpatía y seducción desde el escenario del Regina. En la platea, un público en su mayoría de homosexuales, muchos pasivos quizá, la festejaron jubilosamente.
Que en 1952 Miguel de Molina fuera convocado para realizar su primer film argentino, era de esperar. Antes de la televisión, las películas eran el medio de llegar a un público masivo y a los lugares que las giras no abarcaban. La empresa Argentina Sono Film dispuso de todos los medios para que Esta es mi vida fuese el marco adecuado para tan esperado debut.
En los estudios de la empresa filmadora, en Martínez, se había iniciado otro rodaje, La pasión desnuda, con otra estrella mítica y temperamental: la mexicana María Félix. Sin embargo, la comidilla de todos los técnicos era Miguel de Molina. Se hablaba sin cesar de... ¡los escándalos de Miguel de Molina!
Víctima del franquismo, su exilio argentino a principios de los años ’40 había finalizado con un allanamiento al teatro donde actuaba, que incluyó la prisión –¡del público!– y la deportación del artista. Para poder regresar, pidió a Eva Perón que intercediera. Su paso por México tampoco había sido afortunado gracias a los homofóbicos Cantinflas y Jorge Negrete, que estaban a la cabeza de la ANDA, la asociación de actores que lo prohibió.
Si bien el genial malagueño no dirigiría la película, era evidente que tendría injerencia en todos los aspectos de la producción, y para un gremio tan machista como el de los técnicos cinematográficos de la época, casi era humillante recibir órdenes de “alguien así”.
¿Qué era lo que escandalizaba de Miguel de Molina? Para la gazmoñería de entonces, sus fabulosas joyas, su opulenta colección de blusas y cantar canciones escritas para mujer eran verdaderas provocaciones. Una “incitación al desvío”, “a la amoralidad”, “un atentado a las buenas costumbres”...
Cuando llegó el primer día de trabajo, ante el equipo en pleno, apareció el artista maquillado y vestido para filmar uno de sus legendarios números. Se produjo un murmullo. Cuenta la leyenda que Miguel se plantó frente a esos hombres y golpeó un par de veces las palmas para silenciarlos. Una vez que estaban todos pendientes de lo que diría exclamó con su entrañable acento andaluz: “Sí señore’, ¡soy maricón! Pero aquí venimo’ a trabajá’. ¡A trabajá!”.
Resonó en la enorme galería un estruendoso, y quizás avergonzado, aplauso. A partir de ese momento, el cantante y los técnicos colaboraron en la más perfecta de las armonías, con respeto y admiración.
Ensayando un espectáculo de music-hall, con el que tuve algo que ver, en un dueto coreográfico, la disciplinada estrella femenina se dirigió a su partenaire masculino, gay, reprochándole que no la sostuviera bien.
–Agarrame como un hombre –indicó la diva, de protesta al bien entrenado bailarín.
Un nuevo intento de lograr el truco fue por segunda vez fallido, ante lo que la refinada y siempre joven dama estalló:
–Pero, ¿es que no sabés agarrar a una mina? ¡Culo roto!
Es en esos momentos en que la incomodidad, más bien el malestar, tiñe vergonzosamente cualquier esbozo de artisticidad. Entonces uno piensa: ¿qué hago aquí?, ¿con quién estoy trabajando?
Paco Jamandreu, quien fuera modisto de estrellas –¡y de Eva Perón!–, publicó en 1976 sus memorias: La cabeza contra el suelo. Quizás hoy sus relatos puedan parecer un tanto ingenuos, pero sus revelaciones como homosexual en esa época revestían una audacia inédita.
En su apogeo (1945), fue llamado para diseñar el vestuario de Zully Moreno en Cristina. Un día, delante del modisto, la superestrella hizo un comentario despectivo sobre los homosexuales. El volcánico Paco no lo dejó pasar. Así lo describe en su libro: “Usted, mi querida Zully, tendría que saber que si ellos no existieran, no habría buen cine, ni ballet, ni música, ni siquiera grandes jerarcas... ¿Sintió usted hablar de Benavente, García Lorca, Gide? ¿Le dijeron alguna vez que hubo un genio que se llamó Miguel Angel...? ¿Supo alguna vez quién fue Carlomagno...? ¿Quién es Visconti? ¿Ha oído hablar de Walt Whitman, de Luis XVI, de Cicerón? ¿Sabe usted, mi amor, que todo lo que usted pregona, que todo lo que usted compra en París, está inventado por gente así? Perfumes y sedas, zapatos y abrigos, estampados y cremas. Ya ve cómo usted necesita de los homosexuales y no ellos de usted. Si usted piensa tan mal de ellos, no debería usar nada que salga de sus manos. Entonces usted, mi querida, no se podría vestir nada más que en... ¡Las Filipinas o en El Gran Barato! Y eso, quién sabe”.
Imaginamos que, luego de este didáctico discurso, la actriz habrá sido más prudente en sus comentarios y delante de quién los hacía. A más de 60 años del incidente, nunca apareció testimonio gráfico alguno donde se la vea a Zully con batones de El Gran Barato, como le sugirió Paquito.
Se calcula que cada dos días una persona homosexual es asesinada en el mundo debido a actos violentos estrechamente ligados a la homofobia. Amnistía Internacional denunció que más de 70 países persiguen aún a los homosexuales y en ocho se los condena a muerte.
El teatro de Diego Kehrig por Kado Kostzer
VIERNES, 28 DE NOVIEMBRE DE 2014
SALIO
Nadie escapa a su biografía, de Diego Kehrig, es un libro que respira con el aire de Manuel Puig, Jean Genet, Elizabeth Taylor y muchos otros fantasmas sagrados.
Por Kado Kostzer
A pesar de haber sido presentado como una recopilación de textos teatrales, Nadie escapa a su biografía va más allá de lo meramente teatral. Con frecuencia el lector no hallará el nombre del personaje en mayúsculas, los dos puntos, quizás luego la acotación escénica seguida por el correspondiente diálogo. Su autor utiliza una idea más dinámica y libre rompiendo cadenas con las convenciones que imponen los textos de teatro impresos. La muerte no se parece a nadie (Fábula peronista a partir de Las criadas de Jean Genet); Negro corazón (Comedia estrafalaria a nueve pisos de altura); Perros golpean teléfonos (Verba travesti) y Nadie escapa a Elizabeth Taylor (Manual de supervivencia), son los cuatro expresivos títulos –y aclaraciones de los mismos– que invitan a ser leídos también como amena prosa.
En sus gustos Kehrig es ecléctico y sus fuentes de inspiración tanto o más. En bibliografía bien asumida conviven –en textos plenos de humor con agudas observaciones que rozan la tierna y la cruel parodia– los mundos del maldito Genet, Manuel Puig, Copi, Pizarnik, Perón, Mishima... Tampoco faltan iconos gay como Elizabeth Taylor, en la más feliz de las piezas, o Evita, sin dejar de lado el espectro de Niní Marshall, que revolotea en personajes de gracia muy actual y, sin embargo, fieles al inequívoco y perdurable modelo.
Reciclador inteligente –de materiales nobles y no tanto– la tarea de Kehrig en el campo ¿del teatro? ¿de la literatura? consiste un poco a la manera de lo que Antonio Berni hiciera en la plástica: estructura sus obras como patchworks. Es como una abuelita que va cosiendo retacitos coloridos –de gran valor estético en su individualidad– para integrarlos a un todo donde no solo armonizan, sino que conjugan. El resultado es una manta mágica que cobija, calienta, alegra... aunque también inquieta (¿temor a la asfixia?). Detrás de la ancianita paciente con aguja y dedal –del sentido figurado– hay un cuarentón emprendedor, de mirada nada inocente, además de rotunda presencia física.
Si pensamos en términos de escenario, de un hecho teatral propiamente dicho –que puede ocurrir o no, poco importa– cada uno de los cuatro textos es disparador de conceptos visuales tan potentes como ilimitados y a la vez urgidos de un tratamiento profundo para no dañar su ligereza. También de un tratamiento ligero para no herirlos en su espesor de tintes surrealistas la mayor de las veces.
En el postfacio que acompaña la edición, el autor advierte: “Hasta hoy, lo que podría llamarse ‘mi escritura’ no estaba destinada a ser leída, sino a ser respirada. Como si me hubiese tocado ser un ingeniero que construye autopistas, para que luego lleguen los actores, y sean los autitos. Así que esta publicación me obligó a expandir registro, y transitar nuevos carriles de comunicación. Pero no todos fueron atolladeros. Llegué a la ruta con las alforjas bien provistas, conté con un bagaje oportunísimo: una empedernida vocación por el extravío”.
La dramaturgia de Nadie escapa a su biografía es descaradamente contemporánea. Diego Kehrig, dotado de instinto de esponja, sabe absorber los clichés, modismos y ¡taras! sociales para –en precisas piruetas– darlos vuelta y mostrarnos otra textura, otro dibujo, otro color... Su teatro (a pesar de lo antipático de los sellos) es ¡costumbrista!. Su visión nunca es solemne, siempre jocosa. Nunca es censora, siempre burlona, con alguna dosis de oportuno y eficaz vitriolo.
Quentin Crisp por Kado Koztzer
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/soy/1-3192-2013-11-22.html
SOY
VIERNES, 22 DE NOVIEMBRE DE 2013
El 21 de noviembre se cumplieron 14 años de la muerte de una de las mariquitas inglesas más afectadas y extravagantes que haya visto este mundo. Musa de Sting, de John Hurt y de un pueblo entero que miraba, se reía y gozaba sin entender mucho.
Por Kado Kostzer
¡Quentin Crisp! El nombre apareció ante mis ojos en 1980 mientras escudriñaba en una batea de Sam Goody, una bien surtida tienda de discos que era escala obligada en mis entonces frecuentes visitas a Nueva York. El doble ¡long-play! recién salido, titulado An Evening with Quentin Crisp, the naked civil servant, mostraba en su carátula de fondo amarillo vagamente art-nouveau una figura de inequívoca ambigüedad que me hizo recordar a una gran dama de la escena inglesa, Edith Evans. Se trataba de la grabación en vivo de un espectáculo teatral, pero no de una comedia musical, sino de una especie de evento-conferencia. Ya tenía muchos discos de ese tipo donde la palabra era protagonista y que había escuchado sólo dos veces: ¡la primera y la última! Lo deseché con indiferencia y pasé a otra cosa.
Ese mismo día el nombre y el disco aparecieron nuevamente en casa de un mexicano coleccionista de arte que por más de dos décadas fue elegante y mundano anfitrión, Nacho Rentería. En ciertos círculos Quentin Crisp era un personaje in –se decía así entonces– y Nacho no podía permanecer out. Allí me enteré del largo y tortuoso camino de este setentón iconoclasta, considerado digno heredero de Oscar Wilde (en muchos sentidos) y de Bernard Shaw (en otros bien diferentes).
Nacido Denis Charles Pratt en Surrey en 1908, Inglaterra, desde temprana edad mostró modales afeminados que, lejos de reprimir o disimular, exacerbaba. La aún fuertemente victoriana sociedad de la preguerra, pacata e inquisidora, no estaba preparada para excentricidades tales como su pelo flameante tratado con henna, sandalias que dejaban ver las uñas de los pies pintadas, maquillaje casi teatral, alhajas de fantasía, vaporosos foulards al viento y los sombreros ladeados que serían su sello personal. Tales “provocaciones” producían rechazo, aunque no faltaban adherentes que veían en él la materialización de sus propios deseos o un necesario cachetazo a los anquilosados estereotipos de masculinidad ¡y feminidad!
Su paso por la escuela de periodismo fue breve, lo mismo que los estudios de arte. La década del 30 lo encontró en la capital británica, lejos de su Surrey natal y de su familia (“mi madre me protegía del mundo y mi padre me amenazaba con él”, dijo después). Autorrebautizado Quentin Crisp, se convirtió en una figurita ineludible de los turbios antros del Soho londinense, particularmente del Black Cat, frecuentado por gigolós y mariquitas semitravestidas. La prostitución lo tentó como medio de ganarse la vida y quizá con la fantasía novelesca de encontrar el verdadero amor, pero su temperamento no estaba hecho para la profesión más antigua del mundo o quizás era su aspecto ostensiblemente afeminado lo que ahuyentaba a una clientela de closet que buscaba discreción. Fue entonces cuando incursionó como dibujante técnico en estudios de ingenieros, tarea que cambió por la de modelo en vivo en escuelas de arte.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial intentó alistarse en el ejército pero, como no podía ser de otra manera, fue rechazado. El motivo: “perversión sexual”, según dictaminó una junta de evaluación. Durante el bombardeo de 1941 su estrambótica figura se paseó provocando a soldados norteamericanos cuya amabilidad y ausencia de prejuicios lo hicieron “enamorarse” de los Estados Unidos. Al finalizar la contienda se mudó al que sería su hogar en los próximos 40 años, un primer piso en el 129 de la calle Beaufort. Crisp aseguró en uno de sus divertidos comentarios que jamás realizó allí una tarea doméstica, ya que “después de los primeros cuatro años la suciedad no aumenta”.
Sus inclinaciones literarias dieron como fruto tres libros cortos. Un astuto editor, que lo descubrió en un reportaje radial en 1964, lo estimuló para que terminara lo que sería The Naked Civil Servant (en España se tradujo como El funcionario desnudo. Para nosotros sería, más adecuadamente, El empleado público desnudo) aparecido en 1968. El título se refiere a su trabajo como modelo de academias de arte que era tan rutinario y monótono como un puesto estatal, ¡aunque sin ropa! Esta autobiografía, narra con crudeza, ironía y poca autocompasión el calvario de un homosexual afeminado que quiso ser él mismo frente a una sociedad condenatoria. El succès d’estime inicial del libro se había convertido en un acontecimiento casi masivo cuando en 1975 John Hurt (más tarde el hombre elefante cinematográfico) se puso en la piel, ¡y el maquillaje!, de Quentin Crisp. La notoriedad, por fin, le había llegado a los 67 años (“Si uno no triunfa de joven el fracaso puede ser tu estilo”, había afirmado con anterioridad). Este éxito y la reivindicación del personaje por ciertos circuitos gay –otros más radicalizados lo consideraban retrógrado– trajo como consecuencia una invitación a sus soñados Estados Unidos.
El cine no fue ajeno a su magnética personalidad. El mejor rol actoral se lo brindó la sensible Sally Potter en Orlando de 1992, donde interpretó, magistralmente, a la llamada Reina Virgen, Isabel de Inglaterra.
Su notoriedad no sólo atrajo la atención de grandes artistas plásticos y fotógrafos, ante los cuales posó displicentemente, sino que en 1987 Sting pidió conocerlo. De ese encuentro surgió Englishman in New York, uno de los grandes éxitos del cantante británico. Su letra refleja inequívocamente la personalidad que la inspiró: “Si los modales hacen a un hombre, según dicen/El es el héroe del momento/Hay que ser hombre para sufrir la ignorancia y la burla/Sé vos mismo, no importa lo que digan”.
Fascinado por la vida mundana neoyorquina, en 1981 fijó su residencia en un departamentito del Lower East Side de Manhattan. Fiel a la premisa de que si uno puede subsistir con maní y champagne aceptando todas las invitaciones posibles a cócteles, vernissages y estrenos, no es necesario tener empleo alguno. En una de mis visitas me hizo el regalo sorpresa. No fue una cena, sino un brunch en su terraza mirando al Central Park un cálido domingo de finales de junio de 1983. La primorosa mesa estaba preparada para cinco: el anfitrión, su amigo de turno (un tenista israelí), mi socio-amigo-cómplice Sergio, yo y... ¡Quentin Crisp! De naturaleza más bien nocturna, la luz del día delataba el artificio, evidenciaba el camuflaje, subrayaba el rictus. Me pareció un tanto extraño su saco de terciopelo granate para un día primaveral, pero rápidamente se despojó de él, quedando con una camisa de seda blanca. El sombrero de fieltro negro, por el que asomaban unos mechones ligeramente azulados, permaneció imperturbable en su noble cabeza y el foulard de seda en su flácido y elegante cuello. El impacto inicial de mohínes, ceja altanera y abanicantes manos enjoyadas se aplacó de inmediato. El maquillaje, por demás discreto para la hora, pareció más que adecuado, incluso ¡necesario!
Hacía unos pocos días Quentin había asistido al Broadway Theatre para la representación final del musical Evita y estaba intrigado por la personalidad de Eva Perón. Muchas de sus preguntas respecto al personaje tuvieron de mi parte respuesta, otras no. Se engolosinaba recordando que en la obra teatral, ante la invitación del rey de Inglaterra “a tomar el té en uno de sus castillos” Eva respondía: “¿Qué clase de invitación es ésa? ¿Quién diablos se cree el rey que es? ¡La Primera Dama argentina merece el Palacio de Buckingham!”. “¡Esa es una estrella!”, fue el comentario del estelar Crisp que, por una vez quizá, se sentía aliviado de no tener que “ganarse el brunch” hablando todo el tiempo de sí mismo. Cuando el uniformado portero del edificio anunció que la limousine, contratada para devolver al invitado downtown, esperaba veinte pisos abajo, Nacho se apresuró a deslizar, con discreción, en el bolsillo del saco de terciopelo granate unos billetes. Por unos instantes, una nubecita de tristeza me oscureció el memorable encuentro.
En 1995 en París, en una soirée thématique de la cadena Arte, por fin, pude ver el famoso telefilm, una notable aproximación al espíritu del libro original. John Hurt refleja con sensibilidad y garra el mundo de Quentin Crisp y su enfrentamiento con la homofóbica Inglaterra de los años ’30, ’40, ’50. Todos los sentimientos se conjugan en el retrato conmovedor de un hombre que, a través de su mariconería –un modelo del siglo pasado– subrayaba su elección sexual y, por encima de todo, luchaba por ser fiel a sí mismo.
Un año después, llegando a Nueva York, me esperaba la noticia que el ex empleado público desnudo ofrecía –vestido– sus famosas conferencias cerca de la Décima Avenida. Sergio y yo nos apresuramos a obtener telefónicamente nuestros tickets. Ante una audiencia de antemano enfervorizada apareció Quentin Crisp –más fiel que nunca a Quentin Crisp. La primera parte consistió en un monólogo bien urdido sobre sus aventuras, la segunda fueron las respuestas a preguntas del público, que en el entreacto había evacuado en un buzón. Quizá con la vaga fantasía de que se acordase de nuestro brunch en casa de Nacho Rentería –que había muerto hacía un par de meses– me atreví con Eva Perón. Crisp fue lacónico: “Prefiero obviar el aspecto político, pero la estrella que supo ser me inspira respeto y admiración”. A la salida, en el hall del teatro, en un escritorio se apilaban fotos artísticas del conferencista, que el eficaz Joshua vendía a u$s 10, y que el mito gustosamente autografiaba. Nos acercamos con Sergio para comprar una. Quentin estaba demasiado halagado, ocupado y ¡viejito! para que le recordáramos una de las tantas mesas que engalanó con su ingenio, malicia y sensatez. Le costó entender a Sergio cuando deletreó su nombre para la dedicatoria. En temblorosa y digna caligrafía escribió “Sengio”.
En 1999, días antes de cumplir 91 y preparándose para una de sus conferencias, la muerte lo sorprendió (por garrafal error, bien podría haberlo comentado él mismo) en el lugar menos glamoroso del mundo, y en la sádica Inglaterra natal, ¡Manchester! Su desaparición física significó no sólo su fin, sino el de un estilo de vida. (“Sales del útero de tu madre, te arrastras por el fuego y te dejas caer en tu tumba”, había dicho en uno de sus punzantes pero encantadores escritos.) La última entrega de su autobiografía –o necrológica, según su definición– la escribieron otros. Incluido yo.
Sida y circo por Kado Kostzer
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/soy/1-2908-2013-04-26.html
SOY
VIERNES, 22 DE NOVIEMBRE DE 2013
Este 30 de abril se cumplen 30 años del primer multitudinario evento que se hizo en Estados Unidos para recaudar fondos para la investigación del sida. Fue en el Madison Square Garden, con un público diverso y un espectáculo circense que reproducía la adrenalina y la sensación de riesgo que se vivía en la platea y en una parte de la población. Emocionantes y fallidos pasos de una militancia gay que tardó un tiempo en sortear las trampas de la estigmatización.
Por Kado Kostzer
Mi respeto por la tarea que lleva a cabo Pietro Salemme desde su biblioteca lgttb Hermes Villordo, me invita cada tanto a revisar mis libros y papeles para efectuar donaciones (palabra pomposa para simples aportes). La tarea no es grata, implica en cierta medida poner la casa (y la cabeza) patas arriba e intoxicarse con el polvo del tiempo que no conoce la misericordia (¿debería?). En cuanto a los ácaros, por ser hijo de librero, nuestra relación es de mutuo respeto, aunque en pruebas de alergia los resultados digan que el tratado de no agresión es más frágil de lo que creo. Cuando, por fin, me animo a la desarmonía de cajas por todos lados, cada hallazgo viene acompañado de un recuerdo que quizá no quiero recordar. En uno de estos momentos de expurgación apareció un programa: A Benefit to Fight AIDS (Beneficio para la lucha contra el sida) y en pequeñísimos caracteres, Kaposi Sarcoma. Fue como si de repente un acontecimiento sucedido hace exactamente ¡30 años! cobrase vida.
Regresando de París a mi recuperado Buenos Aires, quise pasar por Nueva York para ver amigos. El mismo día de mi llegada, el sábado 30 de abril de 1983, me esperaba lo que sería un gran evento de la comunidad gay. Me tenían reservado un lugar en el sector más privilegiado del Madison Square Garden. El acontecimiento presentaba ribetes populares. Mientras que la admisión para un show de Broadway llegaba a 47 dólares, aquí los precios rondaban los 10 para que nadie faltara, para que cada una de las 17.601 localidades del legendario estadio fuera ocupada por preocupados individuos alertas de un peligro que no perdonaba vidas. No se trataba de un match de box ni un gran recital, el renovado espectáculo del circo era el pretexto. Y no cualquier circo, sino el más famoso de los Estados Unidos, el Ringling Brothers and Barnum & Bailey. El mismo que en mi niñez me había provocado sobresaltos, emociones y placeres desde la pantalla cuando Cecil B. de Mille lo eligió como marco para su film El espectáculo más grande del mundo.
El 3 de julio de 1981 aparecía por primera vez en un medio influyente, The New York Times, una noticia en la que se hacía referencia a un “raro tipo de cáncer hallado en 41 pacientes homosexuales”. Lo que más tarde sería bautizado científicamente con la sigla AIDS o sida, en esos oscuros comienzos periodísticamente se denominaba con desprecio “peste rosa”, rosa el color asociado con la delicadeza, con la feminidad, y se decía que atacaba a los inhaladores de nitrito de amilo, un vasodilatador conocido como poppers o a los que practicaban el fist-fucking.
Pasaron cerca de dos años en los que la comunidad gay neoyorquina, y en mucho menor grado la internacional, vio caer decenas de amantes, parientes y amigos. Se hablaba de epidemia. Desde más de un púlpito vociferaban: “¡castigo divino!”, “¡ira de Dios!”. Los más paranoicos, de “virus prefabricado”. Los obituarios recurrían a “rara enfermedad”, casi un eufemismo que resultaba acertado. Las conjeturas eran diversas y la ciencia, ante un enemigo desconocido, carecía de armas.
El evento se proponía recaudar fondos para proseguir la investigación sobre el virus. Mientras esperaba el comienzo de la función, comenzaron entre mis anfitriones los “¿te acordás de...?”. Sí, claro que me acordaba de los Toms, Dicks o Harries que habían muerto en los seis meses desde mi última visita a la ciudad. Y el sentimiento generalizado era ¿quién será el próximo?
En un coffee-shop de las inmediaciones del MSG veíamos llegar al ecléctico público que tenía un único fin, colaborar. Todas las etnias, todos los subgrupos, todas las vertientes, todas las éticas y estéticas estaban presentes. Latinos y wasps, leathers de agresividad maltrecha e intelectuales de gran discreción, judíos con kipá y lesbianas solidarias, asiáticos y negros de un sinfín de tonos, hippies trasnochados y punks incipientes, niños bien de Park Avenue y rapaces del Bronx, mariquitas (ya entonces out of fashion) y familiares de víctimas, straight people y travestis... Un arco iris al que se le habían sumado unos cuantos colores muy bienvenidos.
El programa-souvenir, que hoy vuelvo a hojear (por algo se llama souvenir), ilustraba en la abigarrada portada, con una variante en el interior, las características del evento: omnipresente una fiera amenazante, ¡el tigre de Bengala! En una de sus garras una esfera cubierta de estrellas de cinco puntas (que podían caer o apagarse). Símbolos obvios: el mal y el universo gay en situación de peligro. Aquí y allá en el diseño, enmarcado con un grueso borde negro, aparecían en pequeña escala trapecistas y equilibristas (que pueden sucumbir al vacío desde su cielo de artificio) y un mago chino (poderoso) rodeados de más estrellas. Acumulación de símbolos. Posibles víctimas y la ciencia como magia curadora. A la vez el felino, el chino y los acróbatas representaban el circo. Gay Men’s Health Crisis, Inc., GMHC (organización para la emergencia sanitaria de los varones gay) circunscribía equivocadamente el tema a una minoría. De todas formas, la iniciativa de recaudar fondos para la investigación y la asistencia de enfermos era bienvenida, sea cual fuere el sector que la promovía.
A la América, del Norte, del republicano Ronald Reagan, le preocupaban otros temas y no la peste de un ghetto. Pero Nueva York no es representativa de los Estados Unidos. Nada tiene que ver con “la América profunda”. Sus políticos lo saben. En las primeras páginas del programa se incluía un facsímil de una carta del gobernador de Nueva York Mario Cuomo que, luego de una serie de consideraciones, declaraba el AIDS Awarness Month, es decir el mes de concientización sobre el sida. Idéntica adhesión asumía el alcalde Edward Koch. No podía ser de otra manera en un estado donde el voto gay puede ser decisivo para un candidato.
En la página siguiente aparecía el presidente del Directorio de Voluntarios, Paul Popham, un veterano de Vietnam, gestor e impulsor del evento. La pionera institución de resistencia, que agrupaba a especialistas en todas las ramas de la ciencia, asesores legales, expertos en comunicación y 400 bienintencionados solidarios, ya entonces llevaba impreso medio millón de folletos; contaba con 25 personas, bien entrenadas, que habían respondido más de 5 mil consultas telefónicas anónimas; se había ocupado de la atención de más de 300 pacientes y ampliaba la capacidad para los 800 nuevos enfermos previstos.
Las 114 páginas del programa ilustraban, cual abanico multicolor y multisabor, el mundo gay y sus gustos: anuncios de los restaurantes de moda, de los gimnasios fashion, de las comedias musicales de Broadway, de los bares in (muchos de los cuales donaban las recaudaciones de ese día), de las tiendas que ofrecían todo para la estética, para la elegancia, para la salud o que daban los “pasaportes de pertenencia” con los símbolos y hábitos que el consumismo exigía incorporar. Conmovedores eran, en cambio, los recordatorios de los seres queridos caídos en la batalla que ocupaban páginas y páginas. In memory... A la memoria... In memoriam... Algunos anónimos, “En memoria de los amigos que no pudieron compartir esta velada”, otros más explícitos con períodos de tiempo breves en los paréntesis debajo de sus llorados nombres (1950-1982) (1943-1981) (1947-1983)... y las firmas de los conmovidos deudos. Llamó poderosamente mi atención un avisito de los más pequeños: “Para Mr. Nick, las mujeres de mundo que vestimos tus primorosas creaciones honramos tu memoria. Tus amigos y familiares te amaremos siempre y extrañaremos”. La Congregación Beth Simchat Torah, sinagoga de lesbianas y gays judíos, se hizo presente también con una página donde enumeraba a sus fieles desaparecidos y con una segunda de apoyo a los organizadores de la velada.
Un judío homosexual y una negra, no elegidos al azar supongo, sino por su talento y representativos de minorías, abrieron la velada. Leonard Bernstein, comprometido con el tema de la discriminación desde su West Side Story (Amor sin barreras) apareció elegante y majestuoso, saludó al auditorio con una serena sonrisa y frente a la orquesta alzó su virtuosa batuta para dirigir el Himno Nacional cantado por Shirley Verrett, la mezzosoprano mimada del Metropolitan Opera House. “Oh, say, can you see, by the dawn’s early light”...Como yo no tenía por qué saber esas estrofas, casi en silencio iba recordando los versos de Violeta Parra “Gracias a la vida/que me ha dado tanto...”.
El espectáculo circense, de estética chirriante y tierna vulgaridad, nos transportó a un mundo de infantil inocencia. Pleno de peligros, de riesgos, pero siempre sorteables. En la pista los malabaristas desafiaban la ley de gravedad y todo volvía a sus imantadas manos; el temible leopardo se convertía frente al hábil domador en un juguetón gatito; los intrépidos del péndulo de la muerte lo hacían oscilar hacia la vida; los trapecistas hacían piruetas en el aire y sus seguros dedos se aferraban con precisión milimétrica a la barra justa, a la soga indicada o a las confiables manos de otra águila humana que también desafiaba las alturas; los clowns caían de bruces, se golpeaban con martillos gigantescos pero se recuperaban al instante más que divertidos... Y cada proeza era ovacionada, porque en ellas se lograba lo imposible. Celebrar a esos artistas era celebrar la suerte de poder estar esa noche allí, en lo que se calificó entonces como “el evento gay más grande de todos los tiempos”.
Al finalizar el show abandonamos el estadio cubriendo la 8ª Avenida de interminables caravanas. En esa marea humana las diferencias exteriores que había notado cuando esperaba para entrar habían desaparecido, también la euforia que quedó encerrada en el vacío recinto. No importaba hacia dónde nos dirigíamos. Ibamos todos juntos. Reinaba el silencio más profundo.
Hoy, en el 2013 en Argentina, cuando resuena con perniciosa insistencia la palabra bareback (del lenguaje ecuestre: montar al pelo, es decir prescindir del condón) y una inexistente campaña de prevención cuyo slogan muy bien sería “sida para todos”, se hace más significativo el recuerdo de la titánica lucha de aquellos pioneros y esa velada circense en la que 17.601 personas, incluido yo, clamamos por la vida. Una noche de la primavera neoyorquina de 1983, luctuosa pero optimista, de tristeza y de alegría, de lágrimas de pesar y de emoción, de desazón y de esperanza.
Arpad Miklos por Kado Kostzer
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/soy/1-2822-2013-02-22.html
SOY
VIERNES, 22 de febrero 2013
Por Kado Kostzer
UNA SEMANA CON
No me gusta la pornografía. No soy pacato, ni moralista. La pornografía simplemente ¡me aburre! Quizá sea una deformación profesional. Soy hombre de teatro y ya es sabido que los teatristas no somos muy afectos a ver espectáculos ajenos, quizá peor aún, no nos gusta ser público sino ¡protagonistas!
El 27 de enero del 2013, buscando material para un proyecto, la casualidad (a lo mejor no) quiso que Internet me llevara hasta a un corto pornográfico gay. Uno de sus protagonistas capturó mi atención de manera insólita. Sí, se trataba de un hombre buen mozo, con un cuerpo bien entrenado en gimnasio, y en camas (según supe después), quizá demasiado apasionado o más de lo que requiere el género. Retuve el nombre y al hombre y me remití al siempre salvador Google. Arpad Miklos, una verdadera estrella del “género para adultos”, como le dicen a la pornografía para disimularla. Nacido en Budapest, había trabajado en la industria química hasta que fue descubierto para el cine porno gay. Su camino al estrellato lo llevó hasta Nueva York en el 2003. Allí se consagró definitivamente, participando en 60 films e incursionando a la vez como cotizado escort (otro término que disfraza al trabajador sexual sea cual fuere su sexo). En su página web, inaugurada no hace mucho, cuando se independizó de agencias seguramente explotadoras, estaban su e-mail, su número telefónico y sus limitaciones. Nada de drogas. Sexo seguro. Versatilidad absoluta, ¡salvo ser penetrado! Especificaba con claridad las horas en que no atendía el teléfono (de 2 de la madrugada a 9 de la mañana), supe que respondía prolijamente a todos los mensajes que le dejaban y que muchos potenciales clientes sin concretar nada habían charlado amenamente por teléfono con él más de una vez. Me enteré, además, de que por sólo u$s 39,90, más gastos de envío, era posible tener una réplica, plena de verismo y fabricada en sensafirm (material plástico muy flexible y de fácil limpieza) de su codiciado miembro viril de 9 pulgadas (equivalentes a 23 cm que dan idea de más). Un objeto de consuelo más democrático para aquellos a los que por lejanía o motivos económicos les es imposible pagar los u$s 350 por una hora (que no es suficiente) o u$s 1600 por toda una noche.
En un reportaje decía que la clave del éxito y la principal cualidad como escort era “ser agradable” (being nice). También reflexionaba sobre los prejuicios más generalizados contra los que como él practicaban ese oficio. Decía que se los tildaba de tontos, de perezosos como para tener un trabajo verdadero, de perseguir nada más que el dinero y de ser unos enfermos para acostarse con tanta gente. En RentMen (su nombre lo dice todo) leí cuidadosamente, sin perder detalle, los comentarios y recomendaciones de sus satisfechos clientes. La lista de adjetivos era tan extensa como halagadora: dulce, inolvidable, cautivante, sensible, afectuoso, tierno, humano, agradable, simpático, potente, cariñoso, adorable y muchos etcéteras más. Frases elocuentes llenaban metros y metros de espacio de mi monitor: “Vale cada dólar que le pagué”. “Hombre con H mayúscula.” “Superó mis fantasías.” “Me miraba a los ojos mientras me cogía.” “Me recibió con un caluroso abrazo que me hizo temblar de emoción.” “Gozaba haciéndome gozar.” “Era la segunda vez que nos veíamos y se acordaba detalles del primer encuentro.” “Me dejó una sensación de plenitud que guardaré hasta mi último día de vida.” “Magnífico besador.” “Nunca miró el reloj.” “Me hizo sentir en el paraíso.” “Después de estar con ese dios todo lo demás será poco para mí.” Otros colegas de Arpad tenían en sus blogs dos o tres breves comentarios, él decenas de encendidas piezas literarias. Fabuloso personaje, pensé y compartí este súbito interés, casi una posesión, con Sergio, mi adorado amigo, socio y muchas cosas más. Pensaba el sacrificio que sería para el tan elogiado escort “ser agradable” con clientes que no lo atrajeran físicamente, incluso que le repugnaran, pero parecía que su premisa de “ser agradable” la llevaba hasta las últimas consecuencias.
En las fotos de pornografía gay, que nunca despertaron mi curiosidad, esta vez encontraba algo que me atraía irracionalmente, Arpad, siempre diferente de los demás. Posando con atuendos leather, no se lo veía amenazante, sino como un niño bueno, promedio 10 de la clase, al que para Carnaval lo disfrazaron de pirata. Del ridículo que impone el género él salía indemne con su apostura gallarda, natural apasionamiento y cierto gesto de tierna ironía. No había dudas de que se trataba de alguien especial en ese medio: europeo, de la Europa Central, con infancia pasada en un régimen comunista, musculatura de-sarrollada con sudor y sin esteroides anabólicos, sonrisa franca y no forzada, carencia de tatuajes... Quizás el único defectito visible era un arito en su lóbulo izquierdo (¿sus ancestros gitanos, quizá?).
A los dos días de mi descubrimiento de Arpad Miklos, ¡que llevaba ya 15 años de estrellato en el business!, se me ocurrió el argumento de un film que lo tendría como protagonista. Nada de porno, aunque sí rozando el tema.
Ese día nos tocaba, a Sergio y a mí, la limpieza semanal de nuestro departamento, tarea que se inicia a primera hora. Nuestro furor creativo era tan intenso que yo dejaba de pasar Mr. Músculo por el vidrio que protege el dibujo de Leonora Carrington para invocar a Mr. Arpad y visitar a Sergio, que en la cocina frotaba con Cif (no somos fieles a ninguna marca) los azulejos. Le llevaba una idea que perfeccionábamos juntos. Minutos después él venía a la sala y yo tenía que apagar la aspiradora para escuchar su nuevo aporte al argumento del fantaseado film que iba tomando forma rápidamente. Abandonados antes de mediodía, por fin, trapos, franelas y productos altamente tóxicos, y despojados de nuestros roles de amas de casa, recuperamos el de escritores, concluyendo la tarea a la madrugada con más divertidas peripecias de nuestro personaje.
La acción hoy en un barrio porteño. ¿La Boca? Dos mariquitas, Javier dueño de una modesta peluquería de señoras y Atilio empleado en una oficina de Correo Argentino, no sólo comparten un humilde PH, sino el gusto por la pornografía gay. No son pareja ¡Dios-libre-y-guarde! Cada día, apenas tienen un rato libre, se instalan frente a la compu deleitándose con esas coreografías corporales ajenas de las que gozan gratuitamente. Su ídolo es Arpad Miklos de Nueva York: viril y sensible, tierno y rudo, buenmocísimo y nada engreído.
De atenderlo en la ventanilla del correo Atilio conoce a Marcelo, un traductor y ocasional escritor. Cada vez que va a despachar algo intercambian unas palabras y nada más. Sus envíos están destinados a concursos literarios que nunca gana. Intrigado por los largos comentarios en inglés que incluye la página web de Arpad, se le ocurre a Atilio invitar al traductor a su casa para que desentrañe esos contenidos misteriosos. No es sorpresa para Marcelo tanta pasión por la estrella porno que él también admira. Antes de concluida la visita y, estimulados por las imágenes y por un par de copas, los tres deciden que Marcelo, que domina el inglés, llame a Nueva York. La sorpresa es que Arpad en persona responde el teléfono y comienzan una larga conversación que incluye deliberaciones sobre fechas y dólares. ¡El cotizado escort estaría encantado de venir a Buenos Aires! Como el costo del traslado y honorarios están fuera del alcance de cualquiera de ellos deciden “hacer una vaquita”. Marcelo conseguirá tres inversores más, ¡uno de ellos de origen húngaro, como el invitado! Una vez Arpad en el país, será uno, y sólo uno, de los seis apostadores el que tendrá una sesión íntima con él. Lo decidirá un sorteo que se realizará el día de la llegada, prevista para dentro de un mes. En el transcurso de esas cuatro semanas de preparativos se pelean, se disputan las acciones, es decir que alguno de ellos querrá tener doble o triple chance, trabajarán sin descanso hasta lograr reunir el 50 por ciento para complementar lo que ya se depositó, como adelanto, en una cuenta del Chase Manhattan Bank a nombre de Miklos. Resumiendo: el viajero desciende del avión ¡padeciendo parotiditis! (que no es otra cosa que las vulgares paperas). No admitido en el hotel, por razones sanitarias, se instala en el PH de Atilio y Javier. Allí los seis timberos del sexo lo cuidarán con cariño maternal, o de geishas, hasta su total mejoría y un poco más. Ninguno corre peligro de contagio, pues los que no padecieron paperas en su infancia están vacunados. Ya con la salud recuperada, y los testículos en su tamaño natural, ninguno terminará yendo a la cama con Arpad. Sí nacerá una amistad entrañable entre los siete. El visitante parte feliz, transformado.
FIN
A partir del punto final comenzaron nuestras conjeturas. Las positivas: “Sería una comedia divertida, distinta.” “A un tipo así, claro que le interesará la propuesta.” “Esta vez no se lo tratará como a un cacho de carne, será el centro de una trama divertida.” “Puede que le guste la idea.” “Sería un nuevo punto de partida para él.” “Una autoparodia.” Las conjeturas negativas, las paralizantes: “¡Otro guión más!”. “Ya tenemos dos escritos y nada hicimos para promoverlos.” “Ni siquiera contactamos a un productor para proponerle esta síntesis.” “¿Qué vamos a ofrecerle a Arpad?” “Pensará que somos dos delirantes.” “Es poco serio.” “Llamarlo sería un paso en falso.” No lo hicimos.
Teníamos su número de teléfono. Era sencillo descolgar el receptor, marcar cero luego el prefijo de Nueva York y el 917 346-9464 o enviar un e-mail. ¡Demasiado delirio para un solo día! Tendríamos que conformarnos con haber concluido la limpieza y realizado uno de nuestros frecuentes –y sin consecuencias– ejercicios de escritura. Por lo pronto, al día siguiente lo elemental sería hacer un registro de nuestro argumento. Simultáneamente lo traduciríamos al inglés, tampoco era cuestión, si lo solicitaba, de enviárselo en castellano –¡menos profesional aún para nuestra imagen!–. Dos días nos llevó reescribir, más mal que bien, la síntesis en el idioma de Shakespeare. Seguramente había errores gramaticales, pero llegamos a la conclusión de que se entendía bien y la calidad literaria no importaba demasiado, pues suponíamos que el inglés del húngaro tendría casi las mismas deficiencias que el nuestro.
Apenas media hora nos retuvo el trámite en el Registro de la Propiedad Intelectual.
De vuelta a casa, el poderoso imán de Google nos sentó frente a la computadora. En Wikipedia el tiempo de verbo de la biografía de Arpad Miklos había cambiado. El “is” (es) se había transformado en “was” (fue) y luego, entre paréntesis, 11 de septiembre de 1967 y la fecha del día anterior, 3 de febrero del 2013. En su departamento de lower East Side ¡Arpad Miklos, de 45 años, había sido encontrado muerto! Suicidio con pastillas. ¿Lucidez? ¿Cobardía? ¿Desesperación? ¿Valentía? En una nota, sin especificar las razones de su dramática decisión, dejaba instrucciones precisas sobre el destino de su cuerpo. Ese cuerpo de virginidad pública (su filmografía lo demuestra) que había sido objeto de tantos deseos. Recordé una escena de Subida al cielo, un film de Buñuel: el padre mira a su hijita muerta en un blanco cajón y murmura: “¿Verdad que era muy chula mi nena? Qué lástima que se la tenga que comer la tierra”.
No mucho más aportaban las escuetas crónicas de publicaciones casi marginales, salvo el dato de que Arpad estaba muy involucrado en la causa gay y contribuía para obras benéficas. Un amigo cercano expresó que sabía que estaba deprimido, pero no imaginaba que hasta el grado de quitarse la vida. También observó que era “un hueso duro de roer” y que nunca quería demostrar su natural melancolía disfrazándola de euforia. Era cierto, esa sonrisa magnética que me había capturado distraía de sus ojos algo más que tristones.
Suceden al impacto de la noticia una serie de autorreproches. Ingenuos algunos, sensatos los menos, omnipotentes los más: “Si lo hubiésemos llamado ese mismo día”... “Quizá nuestra propuesta insólita lo habría distraído de su terrible decisión”... “Su vida se hubiese salvado”... “Hubiéramos disipado tan negros pensamientos”... “Las pastillas asesinas habrían terminado yéndose por el inodoro”... “Podríamos haberle hecho entender que veíamos en él algo más que un objeto sexual”... “El diálogo hubiese sido entre artistas, no entre cliente y prostituto”... “Nuestra historia lo mostraba de una forma diferente, humana”... “Podríamos... Podríamos... Podríamos”. No pudimos. Perdón.
En vida Arpad Miklos ya era en los círculos porno gay una leyenda. Sueño de muchos y pesadilla de uno, él mismo. Muerto se lo llora. ¡Suicidio!, terrible destino para alguien esforzado en “ser agradable”, para un inmigrante que fue tras el sueño americano y en sus diez años en la Gran Manza-na seguramente se enfrentó a la pesadilla. Dramático desenlace para un generador de alegría que no encontró la propia. Triste conclusión para un incitador de fantasías al que se le agotaron las suyas. Se acabaron para él las acabadas forzadas o fingidas en el resguardo de un preservativo.
Arpad, apareciste frágil y pornográfico en mi mundo sin pornografía (de la tuya), acaparaste mi atención, me elegiste a mí para enviarme un SOS reclamando ayuda. Lo recibí pero no supe interpretarlo a tiempo. La soga que me pedías que te arrojara para salvarte quedó enrollada en mis manos y me pesa. Corta relación, de sólo una semana, la nuestra. Que descanses en paz, breve y eterno amigo.
Liberace por Kado Kostzer
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/soy/1-2944-2013-05-24.html
SOY
VIERNES, 24 DE MAYO DE 2013
Matt Damon y Michael Douglas protagonizan Behind the Candelabra, la película que cuenta la vida de Liberace y también el “matrimonio” oculto que mantuvo durante todos los años que negó a gritos su homosexualidad, mientras la proclamaba en cambios de vestuario, excentricidades y poses de loca. La película, que fue rechazada por “demasiado gay” por varios estudios cinematográficos, pasó por Cannes hace poco más de una semana. Aquí, el retrato del director teatral Kado Kostzer, que tuvo oportunidad de verlo en mármol y en persona.
Por Kado Kostzer
Mis días mexicanos pasaban entre una casita en Cuernavaca y un departamento en la llamada Zona Rosa del D.F., Florencia esquina con Londres. Desde todas mis ventanas se podía ver el dorado Angel de la Independencia en el Paseo de la Reforma. Hasta llegar a él la vista se recreaba con parejas y elegantes palmeras, que la intervención de María Félix habían salvado de que fueran taladas para permitir ¡una mejor circulación vehicular! Agradable lugar para vivir en los ’70. En la planta baja del edificio, según contaban los vecinos más antiguos, desde siempre hubo un comercio dedicado a la venta de artículos decorativos. En sus vidrieras, que abarcaban las dos calles, uno podía apreciar horribles mesitas de café, abominables ceniceros, absurdos adornos, falsas frutas, juegos de fatales ajedreces, ¡el ratón Topo Gigio! y un sinfín de aberraciones en alabastro, jade, lapislázuli, granito, travertino y los variopintos y codiciados mármoles. Era increíble el destino que podían tener esos materiales nobles robados a la naturaleza que las hábiles manos de artesanos convertían en objetos bastardos. Lo más interesante del local era la clientela, casi en su totalidad turistas extranjeros.
No era extraño cruzarse en la puerta con Farrah Fawcet, Burt Reynolds, Linda Carter o George Hamilton. El negocio tenía su prestigio en Beverly Hills y si sus residentes pasaban por México, la visita (y la compra) era obligada. Sin embargo había un cliente especial, un cliente que por sus extravagancias incitaba la creatividad del establecimiento. ¡Liberace! De esos talleres había salido el piano (mudo por supuesto) de mármol rosa que maravilló a Hollywood.
Mi amistad con los encargados del negocio me permitía de vez en cuando ver algo que se preparaba para ser enviado a Liberace. Un día apareció el comprador en persona y cuando se estaba por retirar los empleados me invitaron a bajar al local para ser presentado. Todos los adjetivos que conocía en inglés fueron pocos para elogiar las maravillas que había visto destinadas a él. Sin embargo, el tema de Liberace fue, al ser yo también extranjero, la traidora agua mexicana que provocaba en invasores foráneos esa temible diarrea que se conocía como “venganza de Moctezuma”. Había llegado a México con su recién conocido protegé, el jovenzuelo Scott Thorson, y un asistente, provisto de 80 litros de agua mineral (lo que significaba entonces 80 botellas de vidrio) para 48 horas de estadía. Luego, como despedida, me contó que su diseñador personal, por más de 30 años, Frank Acuna (que quizá se llamara Acuña), le había realizado un traje de gaucho “¡idéntico al de Rodolfo Valentino!, claro que no tan auténtico sino ¡un poco más adornado!”. Lamento no haber visto nunca una foto donde lo lucía.
Alucinado por el personaje, a quien había visto en sus shows de la televisión, apenas hice un viaje a Nueva York me apresuré a comprar su libro The Things I Love (Las cosas que me gustan), que a pesar de mis mudanzas aún conservo. En su portada dice: “El gran showman americano lo invita a un recorrido íntimo por sus casas para compartir los tesoros de su mundo fabuloso”. El publicista que escribió la frase no mentía. En cualquier página que uno abra de esta delicia visual y literaria se encandila con los dorados, se extasía con elaboradas orfebrerías, se satura de destellos, se regodea con las texturas, se empalaga de buenos sentimientos, se deleita con el showman acompañado de su madre (dama con estolas de piel), bebés, celebridades, mascotas, curas y el signo $ con cifras de más de tres ceros ilustrando el valor en dólares de cada una de sus posesiones.
Comprador compulsivo, el afamado pianista estaba siempre a la búsqueda de nuevas incorporaciones para sus cinco hogares (uno de ellos con piscina en forma de piano) que decoraba personalmente en el burdelesco estilo Liberace. En las opulentas propiedades (Palms Springs, Las Vegas, Beverly Hills), acumulaba sus muchas valiosas colecciones: un tesoro de Alí Babá en joyas; 20 coches entre los que se incluía un taxi londinense; 18 pianos de todas las épocas y características donde la estrella era el que había pertenecido a Chopin; servicios completos de vajilla donde alguna vez habían comido reyes y emperadores; mobiliario de valor histórico como el escritorio del zar Nicolás II sobre el que se firmó la alianza franco-rusa; bibelots; miniaturas, chirimbolos. Muchas de estas piezas eran objetos familiares regalados, o heredados, por pudientes señoras. Fans que habían caído rendidas por su hechizo de artista y hasta le habían arrojado a los escenarios de Las Vegas las llaves de sus cuartos de hotel (sin duda alguna, devueltas de inmediato por un eficaz asistente).
¡Maravilloso! ¡Bizarro! ¡Camp! ¡Estrambótico! ¡Genial! ¡Mamarracho! ¡Excesivo! ¡Kitsch! ¡Opulento! ¡Decadente! ¡Sorprendente! ¡Fabuloso!... Se podrían acumular los cien adjetivos más contradictorios del diccionario para definir a Liberace y todos, absolutamente todos, resultarían adecuados. Su fórmula era perfecta: algunas composiciones clásicas “sin las partes aburridas”, como él decía; un toque de música popular almibarada; cierta dosis de autoparodia y toneladas de espectacularidad. El primer signo de espectacularidad apareció en sus presentaciones inspirado por esa joya del absurdo que se llamó Canción para el recuerdo (1945), donde el atlético Cornel Wilde interpretaba al tísico Chopin. Invariablemente sobre el barroco piano había un candelabro. Liberace se apresuró a incorporar uno al suyo y se transformó en su sello personal, al punto de concluir su firma autógrafa con el dibujo de un pianito con candelabro encendido.
Quizá cuando el eximio Ignacy Paderewsky, su ídolo de la niñez en Milwaukee, le consiguió una beca para el Wisconsin College of Music, el adolescente Liberace haya sido un pianista con grandes posibilidades que a los 16 años tuvo su debut como solista con la Sinfónica de Chicago. Diez años después ya la música casi había quedado en segundo plano, y la pobreza muy atrás, y el flamboyant artista se preocupaba más por el vestuario que por su técnica interpretativa. “Yo no doy conciertos –había advertido– hago shows”, por eso sus apariciones, cual más sorprendente, se convertirían en hitos del mundillo de Las Vegas: sobre un elefante, en un Rolls Royce blanco conducido por su Scott, sostenido por un arnés volando en una combinación perfecta de Superman con Mary Poppins; exhibiendo un tapado de zorros blancos que seguramente provocaría la envidia de Marlene Dietrich; envuelto en una capa imperial con cuello de armiño y pedrería de 30 kilos de peso; con hot-pants de lentejuelas recreando la bandera de su patria.
La interrelación de Liberace con su público era un espectáculo aparte. No muchos artistas, más talentosos, aunque menos carismáticos, lograban tal adhesión. La expresión “lo tenía a sus pies” se cumplía literalmente. Después de haber sorprendido con uno de sus fabulosos atuendos decía: “Esperen un momento, voy a cambiarme por algo más espectacular” o estiraba sus regordetas manos hacia las extasiadas admiradoras que se agolpaban al borde del escenario para contemplarle las joyas: “¡Gracias, gracias, ustedes me las compraron!”, exclamaba gozoso.
A mediados de los ’40, en el naciente negocio de los casinos con shows de Las Vegas, Liberace encabezaba embolsando 50 mil dólares por semana, promediando ingresos de cinco millones al año durante sus 25 temporadas en los famosos centros de entretenimiento. Ganancias extras provenían de su habilidad para el mundo de los negocios en el que incursionó en diversas áreas lucrativas: restaurantes, tiendas de antigüedades, una línea de ropa masculina, un museo dedicado a ¡él!, libros de cocina con especialidades italianas y polacas (sus dos ascendencias) a la Liberace.
En 1998, en Londres, y a punto de estrenar una obra en la que dirigí a Leslie Caron, fuimos juntos a un reportaje en la BBC. Apenas llegamos al estudio la memoriosa actriz de Gigi me dijo:
–En este mismo estudio conocí a Liberace. A mí me entrevistaban porque estaba haciendo Ondine en el Aldwych Theatre y él había venido a dar uno de sus shows. Fue en 1961, creo. Tocó el piano con mucha pasión, pero lo más gracioso fue descubrir que detrás de ese cortinado había otro pianista, seguramente mucho mejor que él, que “reforzaba” su ejecución. Luego charlamos y me contó entusiasmado que tenía una idea para hacer una película con Doris Day, Audrey Hepburn y yo. Una cantante, una modelo y una bailarina enamoradas de un pianista, él. Música, moda, canciones y danza en un mismo film. ¿Te imaginás? ¡El al piano y yo bailando de puntas! A mí me pareció inútil decirle que había colgado las zapatillas.
Su delirio como galán romántico ya no había dado frutos, en 1955, cuando le asignaron a Dorothy Malone como objeto de sus deseos en un engendro (hoy de visión irresistible) Sinceramente tuyo (Sincerely Yours) de la Warner Brothers. Era la primera vez que el Rey Midas Liberace tropezaba en la boletería. Se dijo entonces porque estaba sobreexpuesto en televisión. Imagino que para el público, a nivel consciente o inconsciente, resultaba improbable verlo en pareja con una mujer (lo mismo, y a la inversa, sucedió cuando la directora Jane Wagner, pareja de Lily Tomlin, la reunió románticamente con John Travolta en Moment by Moment, un verdadero desastre de fines de los ’70).
Con su fama cimentada en los homofóbicos años ’40 y ’50, difíciles épocas para cualquier gay, Liberace supo explicitar su homosexualidad y a la vez ocultarla empecinadamente. Una prueba de esto último es una carta firmada por el más macho de los machos, el republicano John Wayne, dirigida a una matrona de Texas, Mrs. Robinson (sin relación con la de Simon & Garfunkel). En ella le explica a la señora que las vestimentas y el amaneramiento de Liberace sólo tienen el objetivo de obtener publicidad, lo que es habitual y aceptado por los profesionales del espectáculo. Todo atisbo de homosexualidad, ¡y aun de mariconería!, se disipaba si lo decía John Wayne.
Ni el testimonio del cowboy cinematográfico podría haber hecho cambiar de opinión al columnista del Daily Mirror de Londres, el malicioso William Connors, que se ocultaba bajo el seudónimo de Cassandra, cuando escribió sobre Liberace: “Es el compendio del sexo. El pináculo de lo masculino, lo femenino y lo neutro. Todo lo que él, ella y eso pueden desear”. El comentario tuvo respuesta histórica del showman: “Su artículo me afectó profundamente. Cuando fui al banco a depositar mis ganancias lloré durante todo el camino”, puso en su telegrama. Años más tarde volvería periodísticamente sobre el tema: “¿Se acuerdan del banco al que yo iba a depositar llorando?”. Luego de una pausa, agregaba: “Ahora es mío. ¡Lo compré!”. También demandó por libelo y le ganó al infame pasquín Confidential, que en los ’50 echó mantos de sospecha sobre la sexualidad de Rock Hudson, George Nader, Anthony Perkins, James Dean y Tab Hunter.
La promiscua vida sexual de Liberace, con infinidad de ocasionales partenaires y abusivos protegidos, nunca trascendió fuera de su círculo íntimo. En él contaba con fieles amigas-taparrabos, las actrices Betty White y Joanne Rio, siempre a mano para salvar su imagen ante la prensa caza-locas que se hacía, pero no era tan tonta. (Cualquier semejanza con nuestro aprendiz de Liberace, Ricardo Fort, no es coincidencia.) El humor y el entorno del pianista, sin embargo, no pudieron frenar el juicio por 113 millones de dólares que le inició Scotty Thorson, al que había conocido en 1976, cuando era un adolescente. Con promesas de adoptarlo legalmente, una vida rumbosa y regalos costosos, se entregó a la tarea de convertirlo en una versión joven de él mismo. Diversos cirujanos plásticos hicieron estragos en la juvenil cara para lograr el parecido. Los postoperatorios obligaron a Scott a consumir una cantidad de drogas de las que se volvió adicto. La pareja se separó a los cinco años con la demanda del estropeado muchachito. El litigio se arregló fuera de la corte con la bicoca de 95 mil en cash, un coche y dos de los adorables perritos. En 1987, en su lecho de enfermo de sida, Liberace, sabiendo su fin cercano, pidió verlo y se reconciliaron. Un año después del deceso del pianista, Scott Thonson, convertido en coescritor, y sin la prótesis del “mentón Liberace”, publicó Behind the Candelabra: My Life with Liberace, que HBO convirtió en un telefilm de prestigio.
“La diferencia entre un niño y un hombre es el precio de sus juguetes.” (Es cierto)
“¿Por qué no me casé? Porque tengo tanto amor para dar que sería injusto ofrecérselo a una sola persona. Así que me veo obligado a esparcirlo a mi alrededor para que a todos les toque un poquito.” (Muy generoso de su parte.)
“El público sólo quiere una cosa, ¡que lo entretengan!” (Totalmente de acuerdo. Siempre cumplió con la premisa.)
“Una admiradora me escribió contándome que yo la había embarazado cuando la miré por un instante. Tuvo/tuvimos mellizos.” (No aclaraba si tocaban el piano o no.)
“Los perros son parte de mi vida y los considero mis hijos.” (Sin comentario.)
“Recibo más de 200 cartas de admiradoras por día, también tortas y postres que nunca como porque desconfío de lo que puedan haberle puesto dentro.” (Muy prudente. La burundanga existe desde tiempo inmemorial.)
“En la clínica Las Vegas me hice un chequeo completo y mi buen amigo el Dr. Elias Ghanem me dijo que voy a vivir hasta los cien años. Parece ser que tengo mucho que mostrarles y que decir en mi próximo libro.” (Hubo otro libro, pero el doctor la erró por 33 años. Liberace murió a los 67.)
“Me gustaría ser recordado como un espíritu gentil y amable, como alguien que hizo al mundo un poco mejor para vivir, porque yo viví en él.” (No sé si es para tanto, pero con sólo pronunciar su nombre, ¡Liberace!, ya se provoca una sonrisa. Es bastante.)
“Antes de Elvis, antes de Elton John, Madonna y Lady Gaga, estaba Liberace”, recuerda HBO Films para anunciar el estreno de la película que se estrena este domingo en Estados Unidos y que pasó por el Festival de Cannes hace poco más de una semana. Protagonizado por Michael Douglas en el papel del excéntrico pianista y con Matt Damon como su asistente y amante, y dirigido por Steven Soderbergh (Traffic, The Girlfriend Experience), el film cuenta los detalles no revelados de la vida de uno de los artistas mejor pagos del mundo en su época. La biopic se llama Behind the Candelabra y, según asegura su director, fue rechazada por Hollywood y varios estudios por ser “demasiado gay”.
En 1956, Liberace demandó a The Daily Mirror por publicar una entrevista que lo pintaba como un “hombre poco masculino”. Para alguien que parecía haberle dedicado toda su carrera a sugerir a fuerza de brillos y fastuosidades que, de hecho, era un hombre poco masculino, la demanda huele a incoherencia. “Macho” no es una palabra que venga a la mente cuando se piensa en él. Liberace no tuvo secretos con sus amigos, pero siempre mantuvo firme la intención de cuidar su imagen pública a la hora de hacer o deshacer aclaraciones sobre lo que consideraba su mundo privado. Un cuidado que lo llevó más de una vez a rasgarse las vestiduras, a ofenderse como nadie y desmentir a grito pelado cada vez que alguna insinuación mediática sobre su homosexualidad se deslizaba. Sin embargo, alimentaba aquella imagen pública de él como un hombre que se teñía el pelo en diferentes tonos grises “para verse más natural”. O como “hijo de mamá” profesional: había declarado en otra entrevista que no se casaba para amar mejor a su madre. Para las miles de mujeres que eran sus fans –que seguían su show, único capaz de competir con I Love Lucy en los ’50–, ¿era solamente un hombre amoroso con mamá? ¿Habrán llegado esas señoras a las mismas conclusiones que The Daily Mirror? ¿Habría que atribuir esos cientos de declaraciones de amor que recibía a ceguera homofóbica? Seguramente notaban que era “poco masculino”, pero eso no significaba que quisieran o pudieran ver a la loca que gritaba por salir a la superficie dentro de ese cuerpo adornado y barroco. Jhonny Mathis y Jhonnie Ray, luego de décadas de mutismo, comprobaron que sus fans podían mantenerse firmes en su apoyo luego de que hicieron pública su homosexualidad. Mathis le dijo a la revista US a principios de los ’80 que tenía dos amantes masculinos y no se cayó el mundo. ¿Será acaso que en algunos artistas la homosexualidad –sospechada o real– es un gran porcentaje de su atractivo? ¿Será que el fenómeno de la negación rotunda e indignada –conocido como Síndrome Liberace– no es más que una manifestación más de mariconería, un aspecto más del personaje construido a escala masiva?
Mercedes de Acosta por Kado Kostzer
SOY
VIERNES, 26 DE SEPTIEMBRE DE 2014
MI MUNDO
Poeta, dramaturga y, como la llamó su biógrafo, lesbiana furiosa, Mercedes de Acosta fue, en los años ’20, más célebre por su tenacidad y sus éxitos en la conquista de cuerpos y corazones femeninos que por sus reconocimientos literarios. Una falsa boda fue antesala para una extensa lista de amoríos entre los que se debe incluir a Greta Garbo, Marlene Dietrich e Isadora Duncan.
Por Kado Kostzer
No se sabe a ciencia cierta si a Mercedes de Acosta –como a muchas de sus tocayas– la llamaban Merchi, Merche, Meche o Mecha, lo que sí es seguro es que muchos la calificaban de ¡macho! Neoyorquina, pisciana de 1893, Mercedes provenía de un hogar chic y nada convencional. Su madre –una española emparentada con la casa de Alba–, decepcionada ante la partera que no le exhibió el varoncito que esperaba, optó por llamar a la niña Rafael y vestirla con ropa masculina durante su primera infancia. Más tarde la distinguida dama pondría orden en el closet, sin lograr encerrar allí a su hija. El padre de familia, Mr. de Acosta, un cubano independentista, que había elegido como exilio el elegante East Side de Manhattan, hizo su mutis quitándose la vida pero dejando a la viuda y a seis hijos socialmente bien posicionados.
En su pubertad, Mercedes, fascinada por el mundo del teatro –y por las actrices como se vería más tarde–, se inclinó por la actuación, luego incursionó en el diseño de modas y finalmente en la literatura. Como se acostumbraba en aquella época, en 1920 concretó un casamiento por conveniencia con un pintor de cierto prestigio artístico y apreciable cuenta bancaria, Abram Poole, homosexual como la contrayente. El acontecimiento fue objeto de una crónica en las selectivas páginas sociales de The New York Times. La novia lució un traje ¡gris! y pasó la noche de bodas ¡con su mamá! En 1935 la inexistente pareja se divorció.
Con ambo negro, chambergo, capa, botas y melena engominada, Mercedes hacía alarde de su homosexualidad escandalizando a mentes pacatas y muy especialmente a los productores teatrales que se negaban a trabajar con esa “furibunda lesbiana”. Nada hipócrita respecto de sus preferencias sexuales se decía de ella, y no exageraban, que era “la más grande cogedora de estrellas de todos los tiempos”. Su lista de celebridades incluyó nombres rutilantes, verdaderos hallazgos para historiadores o antropólogos. Sin orden de aparición: Maud Adams (creadora del rol de Peter Pan), Tamara Karsavina (esplendorosa partenaire del gran Nijinsky), Isadora Duncan (innovadora danzarina), Katherine Cornell (eximia primera dama de Broadway), Alla Nazimova (heroína del cine mudo y amante de Natacha Rambova, mujer de Valentino), Tallulah Bankhead (célebre actriz y memorable protagonista hitchcockiana), Pola Negri (misteriosa vamp de los ’20), Osa Munson (la enternecedora prostituta de Lo que el viento se llevó), Adele Astaire (hermana de Fred y compañera de rubro en el teatro)... Más duradera fue la relación con Eva Le Gallienne, a quien conoció poco después de casarse con Poole. Eva, una notable de la escena, –pero equivocada pitonisa al desahuciar brutalmente a Bette Davis en los comienzos de su carrera– realizó intensos viajes por Europa con Mercedes y le estrenó dos obras, una dedicada a Botticelli y otra a Juana de Arco. El fracaso de ambas producciones puso fin a cinco años de celos y posesión. Estas notorias damas y muchas otras, entre las que no faltaron escritoras –De Acosta se jactaba de poder quitarle la mujer a cualquier hombre–, serían un preámbulo, una suerte de pasantía jerarquizada, para alcanzar a dos de los más preciados símbolos de la femineidad y seducción del siglo XX: ¡Greta! y ¡Marlene!
En 1931, con una novela, tres libros de poemas y cuatro piezas teatrales producidas sin éxito –escribiría once–, el siguiente paso de Mercedes fue ser guionista de cine. ¡Hollywood! Cielos límpidos, piscinas turquesas, palmeras cimbreantes y ¡actrices! ¡actrices! ¡y más actrices! Salka Viertel, una escritora centroeuropea amiga y confidente de Greta Garbo –además de guionista de sus films más memorables–, la introdujo en su círculo de intelectuales y eximios exiliados. Fue en uno de sus legendarios tea-parties de los domingos donde Mercedes conoció a La Divina. Astutamente planeado por la anfitriona, el encuentro quedó sellado por una pulsera que, ante el elogio de Greta, Mercedes le regaló sin titubear, pensando que quizá sería la cadena que las uniría por toda la eternidad en la vida y en el cine. Nada más equivocado. Nunca escribió guión alguno para ella, ni oficialmente para ninguna otra. Con idas y vueltas la Garbo tuvo a la Mercedes a su merced y capricho. En ciertas ocasiones hasta negó que conociera a la tal Miss De Acosta. ¿Sería tan quemante para su época? No obstante el Museo de Filadelfia atesora un medio centenar de cartas –donadas por Mercedes– donde la actriz desparrama una inequívoca verborragia amorosa hacia su vergonzante amante.
Según afirmaban sus contemporáneos, la escritora era avasallante, posesiva y manipuladora, claro que en este último rubro Salka le ganaba por varios cuerpos (femeninos, por supuesto). Para aplacar el acoso a su exclusiva Garbo puso a Mercedes en contacto con ¡Marlene Dietrich!, vínculo que no le cayó nada bien a la indiferente reclusa. Un profuso epistolario cruzaba el Atlántico cada vez que Marlene se evadía de Hollywood rumbo a su añorada Europa.
En 1960, con 67 años encima, afectada por un tumor cerebral y con la moda de los galanes latinos muy superada, Mercedes se animó a publicar sus memorias, Here Lies the Heart (Aquí yace el corazón) un título un tanto derrotista para sus discretas confesiones sobre amores, amoríos y touch-and-goes. “¡Una mina sin códigos!”, dirían los chimenteros de nuestra TV. El libro no fue el best-seller esperado, pero sí el most-hated (más odiado) por todas las involucradas que tacharon a la autora de advenediza y mentirosa. Eva Le Gallienne, frenética, hizo añicos toda la memorabilia que acumulaba del romance. Karsavina, en cambio, fue una de las pocas que mantuvo intacta su amistad con la descodificada Mercedes. Greta, solitaria, sonámbula y sueca mantuvo silencio. Dieciséis años antes –en 1944– ya le había advertido que no la molestara más con sus poemas encendidos de romanticismo. La persistencia de Mercedes era bien conocida. Gertrude Stein comentó a su colega la escritora Anita Loos en una carta: “No es nada fácil sacársela de encima, tuvo a dos de las mujeres más importantes de Estados Unidos, Garbo y Dietrich”.
Luego de la ruptura con la eterna Eva –y viaje espiritual a la India acompañada por la princesa Norina Matchabelli–, Mercedes se volcó de lleno al proyecto que hacía años le daba vueltas por su enchambergada cabeza, Jacob Slovak, un drama sobre el antisemitismo en una ciudad de Nueva Inglaterra. El estreno en Broadway, en 1927, le deparó elogios de la prensa: “Una pieza honesta y llena de interés”... “excelentemente escrita y jugosa”. La crítica de la producción inglesa, con John Gielgud y Raph Richardson, no fue menos elogiosa: “Notable y potente”... “conmovedora”. Pese a tales reconocimientos las obras de De Acosta no alcanzaron a tener la trascendencia que su vida privada cosechó. Su temática estuvo ligada profundamente con la condición de la mujer con heroínas que debían luchar contra prejuicios sociales, afrontar la soledad, sobrellevar matrimonios infelices, reprimir el deseo carnal, incurrir en amores clandestinos, ¡buscar su identidad! Personajes quizá demasiado complejos y conflictuados para los locos años ’20 (¿Ibsen y su Casa de muñecas estaban ya olvidados?) De Acosta nunca planteó la temática homosexual en ninguna de sus obras, aunque el lesbianismo subyace en contextos heterosexuales. “No siento pena por la muerte de Mercedes de Acosta. Mi única pena es que haya vivido insatisfecha. En su juventud hacía gala de gusto y originalidad. Era una de las más rebeldes y descaradas lesbianas que conocí. Es un alivio que su largo hundimiento en la infelicidad haya llegado al fin.” Así escribió a modo de epitafio, el incisivo Cecil Beaton en su diario íntimo. No sería extraño que el atildado fotógrafo real y diseñador haya invocado algún souvenir embarazoso de esta audaz y valiente mujer que acababa de morir pobre y olvidada los 75 años. En ese 1968 Greta y Marlene seguían vivitas y coleando.
Pedrito Rico por Kado Kostzer
SOY
VIERNES, 24 DE ENERO DE 2014
MI MUNDO
Veinticinco años se cumplieron de la muerte de Pedrito Rico. Recordamos aquí al Angel de España, con sus dedos cargados de joyas, resplandeciendo a lo loca en las páginas cholulas de Radiolandia o bajando cual diva la escalera del teatro de revistas.
Por Kado Kostzer
”¡Pedrito Rico!” (léase con tono burlón) El insulto fue proferido por un alumno de 4º grado de la Escuela Justo José de Urquiza de Tucumán a un compañerito. La víctima soportaba la cruz de una promesa hecha por su señora madre a otra señora, la Nuestra de la Merced: su hijo llevaría por diez años el pelo largo hasta la cintura. En mi infancia, ¡Pedrito Rico! definía a los chicos sensibles que evitaban peleas, que preferían el cine al fútbol y cuyos guardapolvos estaban siempre impecables.
En la primavera europea de 1988 yo escribía en Valencia Taxi, al Rialto, un espectáculo de musichall. Con mi amigo mexicano Sergio García-Ramírez y una pareja –hoy disuelta– de actores catalanes: la encantadora Montse Guallar y Lluís Homar (el ciego de Los abrazos rotos y el ex cura de La mala educación de Almodóvar), en la terraza de un café, una repentina ráfaga interrumpió nuestra conversación: el paso de un ángel, el Angel de España de colorido sport. “¡Pedrito Rico! (léase con tono admirativo). Yo lo invito a sentarse con nosotros”, dijo decidido el apuesto Lluís.
A Pedrito le complació la mesa: gente de teatro de Cataluña, México y la Argentina, lugares donde siempre había sido bien recibido. Haciendo despliegue de su simpatía, nos contó grandes proyectos. Aunque su apariencia había perdido el brillo de antaño, no parecía enfermo. Apenas abandonó nuestra más que curiosa compañía para seguir su trayecto –estaba de paso por la preciosa ciudad del Levante–, con bastante mala intención comentamos que parecía Julio Iglesias recién salido de una orgía. Ninguno de los cuatro imaginaba que poco después, el 21 de junio, moriría en Barcelona víctima de la tristeza provocada por la reciente desaparición de su madre y una anemia. Tenía 56 años.
Hijo de un carnicero y con la perspectiva de tener que cortar solomillos el resto de su vida, Pedrito se decidió por el artisteo, dejando un hueco en el coro de la iglesia de su alicantina Elda natal. Cambió el ensangrentado delantal de la carnicería y el más favorecedor traje de monaguillo por blusas de vaporoso vuelo, primorosas botitas con tacón, capas alamaradas, ostentosos aderezos y ajustados pantalones que realzaban su cinturita de avispa y sus tentadoras nalgas. Su referente a seguir fue el entonces popular Antonio Amaya, El Gitanillo de Bronce, que a su vez copiaba al inmenso Miguel de Molina.
El ridículo marco moral del franquismo no era el más propicio para esa silueta cimbreante y provocativa, ni para cultivar un repertorio escrito en muchos casos para voces femeninas: “Dos cruces”, “Mi escapulario”, “La Zarzamora”, “El beso”... En 1956, luego de su exitoso debut en Valencia, corroborado en Madrid, el veinteañero Pedrito emprendió en la tercera clase del buque Enrique Dodero viaje a la fama. En su presentación en Romerías del Teatro Avenida, el público porteño lo adoptó incondicionalmente. Era lógico: Miguel de Molina, el padre de esos hijos artísticos bastardos, había iniciado su adiós a los escenarios de sus triunfos argentinos.
El cine no podía ser ajeno al atractivo que ejercía Pedrito en el público. Enrique Carreras en 1957 le brindó un rol estelar en El Angel de España. Cinco años antes, Miguel de Molina había tenido su monumento de celuloide en Esta es mi vida de Viñoly Barreto. Ambos films difieren enormemente. En la ficción de Miguel, el amor está focalizado en la madre dejada en la lejana España y en el deslumbramiento por el arte de una de las muchachas de su compañía (Argentinita Vélez), astuta manera de esquivar el tema de la homosexualidad. En la película de Carreras –además del exaltado Edipo– se disputan al Angel las desangeladas Elcira Olivera Garcés (entonces mujer del guionista Santa Cruz) y Mercedes Carreras (prometida del director). La primera, una viuda aristocrática que, dado su rango social, siempre luce sombrero o tiara y está envuelta en estolas o capas (gentileza de Pieles Orlandini). La otra, una aplicada estudiante de Medicina que al final logra el corazón de Pedrito y el derecho a lucir ella también una estola de visón (según parece, Orlandini era muy generoso y confiado con los canjes publicitarios). Mientras que los números musicales de Miguel –obra del iluminador Etchebehere y del propio artista– son elaborados e imaginativos, los de Pedrito ostentan una extrema pobreza y están filmados con chatura. En un film es notoria la presencia, detrás y frente a las cámaras, de un gran creador que apela a la ambigüedad; en el otro, un intérprete obvio al servicio de una españolada gris.
En la TV en blanco y negro de mi niñez vi a Pedrito en varias oportunidades. En vivo sólo una vez –en 1970, creo–, invitado por Mimí Pons, que encabezaba con él una revista de verano. El espectáculo, armado a la ligera, sumía en sopor. La aparición, deliberadamente tardía, de Pedrito fue la salvadora inyección de vitalidad deseada. Sus atuendos coloridos y recargados provocaron muchos ¡oh! de admiración en la platea de señoras con peinado batido de peluquería. Las pioneras bobby-soxers de Frank Sinatra o las nenas de Sandro no tenían histeria alguna que envidiar a las “ricuritas” de Rico, cuya voz no estaba en su mejor momento, pero sólo yo –de puro criticón– lo noté. No obstante, su dominio de la escena y el estilo almibarado y cursi resplandecían intactos, casi potenciados. Lo más notable era la comunión que establecía con las adictas que gozaban con sus evoluciones de una afectación ibérica, ya en esa época pasada de moda. Lo más curioso del espectáculo fue que Pedrito se atrevió a transgredir el tradicional ritual de la revista y en el “gran final”... ¡era él quien bajaba la escalera pleno de brillo! A la sumisa Mimí no le quedaba más remedio que salir a saludar por un lateral con la mano extendida para recibirlo unos segundos antes de que los piecitos del divo tocaran el escalón final. ¡Pedrito! (léase con tono exultante), ¿quién te quita lo bajao?
En los ’60, las páginas color bronce de la farandulesca Radiolandia exhibían fotos de Pedrito con Jayne Mansfield en Las Vegas. La bomba sexual, que en sus comienzos había sido una seria rival de Marilyn Monroe, se veía prematuramente decadente, pasada de copas y de kilos. Un Pedrito –de sexy camiseta musculosa– dispuesto a sacar leña del árbol casi caído había posado con ella prodigándole mil besos que un paparazzo cómplice registró. La nota hablaba de flechazo, de un contrato millonario en Hollywood... ¡y hasta de matrimonio! Seguramente la infortunada Jayne –murió a los 34 años decapitada en un accidente automovilístico– nunca supo del hispano Angel que la abrazó, ¡a ella, que según la leyenda era sacerdotisa de una secta satánica! Este “romance” se sumaba a los inventados con una juvenil Graciela Pal y con la starlet alemana Marlene Rahn.
Aunque nunca se le confirmó un amante masculino –el cotilleo español mencionaba a un tal Miguel de Mairena y las indiscreciones locales a dos cracks del fútbol–, el nombre de Pedrito de vez en cuando aparecía ligado a violentos incidentes ocasionados por encuentros con indeseables compañías. Ya borradas por el tiempo, recuerdo crónicas vespertinas –teñidas de homofobia– que hablaban de abuso deshonesto a un adolescente, cocaína, robos y lesiones a su angelical anatomía.
En 1980, la democracia española, cargando la culpa de la casi marginalización que había sufrido durante el franquismo, le otorgó la Medalla al Mérito en el Trabajo. Asimismo, el Museo Etnográfico de su pueblo natal atesora discos, trofeos, fotos y vestuario de su ahora hijo dilecto. Hoy, a veinticinco años de su muerte, Pedrito sigue siendo noticia. En las recientes fiestas valencianas se le quiso rendir homenaje en las fallas con su busto en la alegoría gay. Sus hermanas Carmen y Soledad rechazaron ofendidas el sincero tributo. Otras mujeres –encubridoras, cómplices, protectoras y amigas– lo rodearon: Flori Antar, la señora de Chouzas, su representante y Marta Améndola, sacerdotisa que aún vela para que la llama de Pedrito sea eterna. Lo es, Marta.
Omara Portuondo por Kado Kostzer
SOY
VIERNES, 22 DE MAYO DE 2015
Antes de cumplir 18 ya bailaba en el cabaret más famoso de La Habana. Entre las palmeras plásticas de Tropicana, Omara Portuondo fue seducida por glorias como Edith Piaf y María Bethânia. Mucho antes de ser la diva del Buena Vista Social Club, brilló en el swing, se fue de gira con Nat King Cole e integró el Cuarteto Las d’Aida, el primero en hacer del feeling un asunto entre mujeres.
Por Kado Kostzer
Hay vidas e infancias de artistas que reproducen los clichés de las vidas e infancias de artistas, imaginarios o verdaderos, llevadas a la pantalla. La de Omara Portuondo respeta los tópicos en su camino a la fama. Su madre, blanca como la leche, de rancia alcurnia española. Su padre, beisbolista, negro como el café. La oposición familiar lleva a la pareja a escaparse de sus hogares para unir sus vidas en la rítmica Habana de fines de los ’20. El resultado, un hogar inundado de esas melodías cubanas y tres preciosas niñas café con leche con ambiciones artísticas. La meta: el Tropicana que, según me contaron viejos sabios, no era para tanto, sólo un show para gringos pasados de copas, con talento en el escenario. En 1945 Haydée Portuondo, la mayor de las hermanas, formaba parte del elenco del mítico espectáculo. La casualidad quiso que una de las chicas del coro se accidentara y ahí estaba la quinceañera Omara lista y con los pasos aprendidos para el reemplazo.
A partir de ese debut las hermanas, dotadas también para el canto, formaron un dúo cultivando sus versiones de los clásicos del jazz. Luego, por iniciativa de la pianista Aída Diestro se integraron con Elena Burke y Moraima Secada, para formar el Cuarteto Las d’Aida. El conjunto permaneció una década y media como favorito compartiendo escenarios con tótem locales como Benny Moré, Rosita Fornés y estrellas visitantes como la Piaf. Siguiendo con los lugares comunes del celuloide, Omara decide animarse sola. En el álbum Magia Negra (1959) el jazz y los ritmos cubanos se mezclan iniciando su carrera en solitario.
Ya antes de la escisión provocada por la Revolución los artistas cubanos llevaban sus melodías por el mundo: Los Lecuona Cuban Boys, incomparables showmen; la bomba exótica Chelo Alonso; las incendiarias Mulatas de Fuego. La diáspora había tenido su punto cumbre en los ’40, con el genial Rey del Mambo, Pérez Prado. Con el éxodo nuestro país también se benefició, adoptando a dos representantes: Amelita Vargas y Blanquita Amaro. En mi niñez los shows de Canal 13, dirigidos en su origen por el cubano Goar Mestre, fueron plataforma para los talentos y sobreactuaciones de algunos compatriotas exiliados: Xiomara Alfaro, Machito, Celia Cruz, y más cantantes y músicos autoproclamados embajadores artísticos de una Cuba que ya no existía. Los que se quedaron en la isla –Omara Portuondo, entre ellos– tardíamente en sus carreras salieron al mundo. Su incorporación a la Orquesta Aragón en los ’70 vino acompañada de sus primeras giras por Europa. Estas le abrieron los ojos a la industria disquera, que supo capturar su voz en dos álbumes, Palabras y Desafíos. Es ahí cuando comienza a crearse la leyenda que inspira en 1983 al realizador Fernando Pérez Valdés a producir el documental Omara.
Hoy la octogenaria Omara sigue fiel a su estilo, pero en su actitud hay algo de lo cultivado por Chavela Vargas en su última etapa, cuando enfrentaba a su público adicto como diciendo “¡Admírenme! ¿Verdad que soy genial, una chingona?”. Omara, al igual que algunos de los figurones de la canción, se permite alterar las melodías y letras mientras sus acompañantes las ejecutan tal como fueron compuestas. Sin embargo su hierática máscara de bronce continúa irradiando luz y su personal decir, cautivando. En el nuevo siglo World Circuit lanzó Buena Vista Social Club presenta: Omara Portuondo, el tercer disco del conjunto. El álbum trajo el verdadero reconocimiento internacional a Omara. Comenzó a llamársela “La Diva del Buena Vista Social Club”, mote que casi opacó el anterior de “Novia del Feeling”. Artista inquieta, en Flor de Amor, y en la búsqueda de nuevos sonidos, combinó músicos cubanos con brasileños. En Gracias, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Jorge Drexler y Chico Buarque se le unieron en un recorrido por su carrera musical de 60 años. El disco fue reconocido por un Grammy Latino, que por vez primera se le concedía a un cubano residente en su país. En el blog Secretos de Cuba –¿desde La Habana?, ¿desde Miami?– los mensajes que siguieron al acontecimiento suscitaron de todo: algunos la elogiaron, otros la calificaron de “descarada sin principios”, de “lameculo” y hasta de “lesbiana”... Y fieles a los convencionalismos de los biopics hollywoodenses: sobre la emocionada imagen de Omara abrazando el trofeo, surge del infinito y se agranda hasta ocupar toda la pantalla el ¡The End!, que debería ser ¡Continuará!, pues la artista sigue activa hasta hoy. Como imaginarios espectadores salimos del imaginario cine comentando perplejos: “Sí, lindas canciones, excelentes músicos, grandes premios, escenarios internacionales... Pero ¿cómo fueron sus amores?, ¿tuvo amantes?, ¿hubo parejas?, ¿procreó hijos?..
Revista After Dark por Kado Kostzer
SOY
VIERNES, 22 DE AGOSTO DE 2014
ES MI MUNDO
A fines de los sesenta circulaba en Estados Unidos la revista After Dark, dirigida a “solteros con poder adquisitivo” y amantes del baile... Pionera en la expresión de una estética solapada para gays, su auge y su caída hablan de los tiempos que corrieron y fueron cambiándolo todo. O casi.
Por Kado Kostzer
En mayo de 1968 los ojos del mundo estaban puestos en las revueltas estudiantiles francesas con su slogan “La imaginación al poder”. Simultáneamente, en Nueva York, los ojos de los editores William Como y Rudolph Orthwine se concentraban en una reencarnación de su Ballroom Dance Magazine, rebautizado como After Dark. Para ellos también era válido eso del poder de la imaginación. La nueva revista –con una impronta un tanto onanista y estética “mersona”– estaba destinada al mundo gay y sin embargo no revelaba su identidad, aunque tampoco la ocultaba.
Extraña metamorfosis la de una publicación originalmente destinada a veteranos clasemedieros nostálgicos de las lustrosas pistas de baile donde otrora evolucionaban al compás de las rumbas, los tangos, los valses y otros bailes de salón. Resurgía de sus cenizas convertida en un mensuario dedicado al mundo del espectáculo que exaltaba el homoerotismo. La excusa inicial fue la danza y los bien entrenados cuerpos de los bailarines; luego iría más lejos, aunque no demasiado. Podría haber sido una revista más que cubría acontecimientos artísticos, incluyendo viajes y estilos de vida, pero no. Aunque no explícitamente, la publicación estaba orientada a una comunidad que comenzaba a salir del closet.
Los avisos dirigidos a los potenciales anunciantes eran claros: “Llegue con sus productos o servicios a un público con dinero para gastar. Lo encontrará en After Dark. Ellos son prósperos, exitosos y solteros. Sin ataduras que les impidan disfrutar de su tiempo y dinero en cada oportunidad que se les brinde. Un mercado demasiado bueno para no aprovecharlo”. Según estudios, el perfil del lector típico tenía una edad promedio de 33 años e ingresos de 22 mil dólares anuales (90 mil en el 2014) y el 76,4 por ciento ¡usaba colonia! Para no desperdiciar el espíritu viajero, también revelado en el marketing, otros centros de la vida mundana estaban presentes con sus ofertas de entretenimiento para los habitués de la revista: Londres, Toronto, Los Angeles, San Francisco, Miami...
Bastaba hojear un ejemplar para toparse con un enorme abanico de ofrecimientos: restaurantes, espectáculos, night clubs, saunas, libros, películas, cruceros, productos para la belleza, astrólogos, ¡slips! ¡slips! y más ¡slips! y la ya de por sí amariconada moda masculina de los ’70 con sus patas de elefante, solapas anchísimas, mangas abullonadas, líneas évasé, sin faltar carteras, foulards, bijouterie y las nefastas túnicas.
Nadie podía esperar de After Dark críticas teatrales o cinematográficas concienzudas o análisis profundos de la actividad artística. El tono de sus artículos era complaciente en todos los casos y ante los mitos, falsos y auténticos, obsecuente y hasta rastrero. A medida que se acercaban los ’80, además de la estética gay, se fueron animando más con los temas referentes a la homosexualidad. Tuvo amplia cobertura la autobiografía del ex futbolista David Kopay, donde contaba su doble vida en un terreno tan forzadamente machista como el deportivo. También recibieron en más de una oportunidad amplias crónicas los libros de Paul Monette, centrados en las relaciones masculinas. Sin embargo, el mayor énfasis estaba puesto en el material gráfico, en blanco y negro o color, que mostraba a varones semidesnudos con penes insinuantes a través de sus jeans, shorts o ropa interior, sin que pudiera calificarse a las tomas de pornográficas. A veces esas fotos no respondían a ningún artículo de fondo, y bastaba un escueto pie de página para identificar a los modelos y a los diseñadores de la escasa vestimenta. Ocasionalmente –¿para disimular?– aparecía alguna atractiva mujer también ligera de ropas –a la moda– en improbables, pero muy artísticos, tríos.
Sus tapas se iluminaban con los rostros y cuerpos en posturas discretamente sexies de los entonces juveniles, bonitillos o ascendentes Richard Gere, Tommy Lee Jones, Christopher Reeve, Michael York, John Travolta y hasta el homofóbico Arnold Schwarzenegger. El entonces físico-culturista en las fotos de las páginas interiores, además de sus ostentosos músculos, dejaba ver la puntita de su miembro viril. Consagrados como Paul Newman, Nureyev, Baryshnikov y Robert Redford tampoco se negaron a prestar aunque fuera sus sonrisas... En cuanto a las damas, no faltaban los iconos gay eternos como Lucille Ball, Angela Lansbury y Mae West o los del recambio, Barbra Streisand, Cher, Liza Minnelli y Bette Midler, la única que batió el record de tres apariciones como chica de tapa.
La más insólita propuesta consumista destinada a aprovechar, o aprovecharse, de la aún inmadura clientela gay treintona está materializada en los avisos de 1978 del “primer muñeco gay del mundo para todos”. “Salga del closet con Gay Bob”, decía el slogan de una pequeña empresa, Gizmo Development/Out of the Closet, Inc., creadora del engendro, émulo de la insípida Barbie. Publicitado principalmente en After Dark, Bob estaba realizado en plástico y tenía un cuerpito articulado, sobriamente atlético, de 12 pulgadas (31 cm) de altura, una apariencia realista –entre Newman y Redford, decían–, con cabello, arito y “partes privadas”, lo que en los muñecos se define como “anatómicamente correcto”. Se presentaba con camisa de cowboy de franela, ajustados jeans y botas texanas pero, al igual que su prima Barbie, tenía un amplio closet de donde no salían otros gays, sino las preciosas prendas de su vestuario, todas igualmente sentadoras, acordes para cada ocasión y el gusto de su propietario.
El texto del anuncio ponía en boca de Bob modos de disfrutarlo plenamente: “llevame a fiestas porque soy muy divertido; a la oficina donde tu jefe me adorará; incorporame a tu familia, mamá me querrá; hablame porque soy muy comprensivo (!)...” Tanta maravilla por solo 14,95 dólares (unos 63 de hoy), más 1,50 para gastos de envío. Para entonces muchos varones gay salieron del closet,
aunque escasos aceptaron la invitación de hacerlo de la mano del rubicundo Bob. Un poco de frivolidad no está mal, ¡pero tampoco la pavada, che!
La muy conservadora comentarista Ann Landers le dedicó unas indignadas líneas en su famosa columna: “Al paso que vamos pronto saldrán los muñecos Priscila, la prostituta y Danny, el traficante de drogas”. Como la cultura de EE.UU. no se identifica con los perdedores, muy rápidamente el pionero Gay Bob
desapareció de las páginas de After Dark. Quizá, deprimido por el rechazo de la comunidad a la que estaba destinado, volvió al closet. No sería extraño que hoy en día, en el rubro juguetes antiguos, los ejemplares sobrevivientes tengan excelente cotización, aunque es dudoso que su salud sea tan excelente. Los 37 años transcurridos son muchos y la próstata tampoco perdona a los muñecos con “partes privadas”.
Con cambios de editor responsable –Patrick Pacheco y Louis Miele– y diversas reestructuraciones, la revista fue perdiendo su rumbo e impacto inicial. Patéticos fueron los intentos de darle un giro más intelectual. Había en su pasado demasiadas plumas y lentejuelas, además de los torsos desnudos e insinuantes slips. Los 300 mil lectores del apogeo fueron menguando. A comienzos de los ’80, para un neoyorquino in tenerla en casa era casi un quemo.
La adolescente comunidad gay, enfrentada al devastador sida, había entrado –quizá compulsivamente– en la mayoría de edad. La “loca” estaba pasada de moda. Aparecieron otros estereotipos o ya no hacía falta tanta parafernalia impuesta por la voraz industria para tener una identidad o un lugar de pertenencia. En 1983 abundaban en el mercado publicaciones más explícitas en lo sexual, mejor posicionadas en el rubro entretenimiento o concientizadas en lo político y social. Hay que reconocer que, conceptualmente, la vistosa revista se adelantó ocho años a su tiempo, pero fue el mismo tiempo –que no pide permiso– el que la convirtió en vieja en plena juventud y sumió a After Dark en la oscuridad total.
Cole Porter por Kado Kostzer
SOY
VIERNES, 10 DE OCTUBRE DE 2014
COLE PORTER
El 15 de octubre se cumplen 50 años de su muerte. Aún hoy, las comedias musicales, las películas y tanto las veladas románticas como las bizarras tienen música de Cole Porter. Siguiendo la modalidad de muchas de las letras de sus canciones –concebidas como listas de adjetivos o cosas–, su vida misma podría resumirse en cuatro ítem: componer, viajar, fumar y fornicar.
Por Kado Kostzer
Nacido en 1891 en Peru, Indiana, tuvo cuna de oro y fue alimentado con cuchara de plata. Su infancia transcurrió sobreprotegido por su madre, una loca por la música, a la que le dedicó su primera canción. Ingresó a la ilustre Universidad de Yale, donde no salió con el título de abogado, contradiciendo el deseo de su riquísimo abuelo materno. La parisina Schola Cantorum –con el propósito de convertirse en compositor de música culta– fue su siguiente intento, que tampoco duró mucho. La comunicatividad del mundo del espectáculo y las melodías pegadizas con letras intencionadas pudieron más que las solemnes salas de concierto.
En 1919, en una fiesta en el Hotel Ritz de París (¿dónde si no?), conoció a Linda Lee Thomas, elegante compatriota hija de banquero. Mujer con pasado (14 años mayor que Cole), la alegre divorciada había sufrido violencia de género por su abusivo marido, un millonario célebre por ser el primer conductor en la historia que mató a un transeúnte con su coche. La separación la dejó aun más adinerada y libre para vivir los alocados ’20 en la Ciudad Luz, donde la café society la tuvo como figura descollante.
El casamiento del abiertamente gay Cole y la aparentemente asexuada (sin ganas de ser molestada) Linda no causó sorpresa en su selecto círculo. Era frecuente que los homosexuales concretaran matrimonios –no sin amor, pero sí sin sexo– como tapadera y pasaporte social. Instalados a todo lujo (porque les daba el cuero) en el 13 de la rue Monsieur, los Porter trasladaban su rumbosa vida en los veranos al Palacio Razzonico, sobre el Gran Canal de Venecia, que alquilaban a... ¡5 mil dólares mensuales de la época!
Sus legendarias fiestas incluían a ociosos nobles, empeñosos plebeyos (con fama y dinero), al Ballet de Monte Carlo en pleno y especialmente contratado, 50 guapos gondoleros y cocaína a discreción. Socialmente eran un dúo perfecto que duró 34 años. La tilinga Linda –que menospreciaba a Broadway y a los judíos que abundaban en el show business– le abrió al rico granjero Cole las puertas del gran mundo, pero a la vez se esforzó –sin éxito– en impedirle acceder a las del mundo del teatro.
No había crucero exótico que no contara entre sus pasajeros con la pareja y su séquito de amigos de alta sociedad –homosexuales y lesbianas casados–, además de personal de servicio (incluido un siempre útil masajista). Fotografías de entonces muestran a los viajeros en Río, y no es extraño que hayan pasado por Buenos Aires. Monty Woolley –conocido de Cole de la época de Yale– era su cómplice en incursiones por lupanares y prostíbulos masculinos de insólitas geografías. El ocurrente actor y director contaba que en una de las habituales cacerías desde su coche divisaron un apetecible uniformado. “¿Ustedes chupan pijas?”, preguntó el descarado marine. A lo que Woolley respondió: “Bueno, ya que nos ahorraste los preámbulos, subí y vayamos directamente al grano”.
La fabulosa carrera de Cole Porter en el terreno de la comedia musical –tanto teatral como cinematográfica– arranca con el regreso a su país, en 1929. Instalados en departamentos separados del piso 41 de las torres Waldorf de Nueva York, se inicia una década de notable esplendor creativo para Cole y de singular brillo social para su petulante esposa, generadora de la frase “very Linda Porterish” (muy Linda Porter), como se definía a una mujer vestida con estilo.
La existencia de Cole estuvo colmada de acontecimientos sociales con gente célebre, fina y encantadora. Nubarrones negros, sin embargo, enturbiaron el champagne, oscurecieron los sofisticados salones, llenaron de zozobra los aristocráticos yates. En 1937, durante una cabalgata, sus dos piernas fueron severamente dañadas al ser aplastadas al caer del caballo. Cole se ufanaba diciendo que escribió la letra de “At Long Last Love” mientras esperaba ser auxiliado. Desde el fatal (pero chic) accidente se acostumbró, a regañadientes, a convivir con el dolor físico. A lo largo de más de veinte años, ambas extremidades fueron sometidas a una treintena de operaciones. Otro tropiezo, más íntimo, menos espectacular –entonces vergonzante e indigno de las crónicas sociales–, fue igualmente dramático. Un frío papel salido de un laboratorio clínico consignaba que la prueba serológica para la sífilis, VDRL, daba positiva. Sin embargo, nada de esto le impidió enriquecer con musicales de gran éxito –y uno que otro fracaso– las carteleras de Broadway, además de pasar temporadas en Hollywood cuando la industria necesitó –y le pagó bien– maravillosas canciones para Fred Astaire, Judy Garland, Eleanor Powell, Ginger Rogers y Gene Kelly...
Salvo Chopin, ningún otro músico fue objeto de dos films (amén de las adaptaciones de sus éxitos de Broadway) que “reflejaran” su vida y exaltaran su obra. Noche y día (Night and Day) en 1946 y casi seis décadas después, en 2004, De-Lovely. La primera es un anacronismo filmado por el mítico director de Casablanca, Michael Curtiz. En casi dos horas, el elegante Cary Grant y la condenada a los compositores gay, Alexis Smith (fue también “gran amor” de Gershwin en otra “biografía” hollywoodense), alternan en suntuosos interiores, asisten a sofisticados cócteles, viajan en deslumbrantes coches y en cada estreno ella le regala una lujosa caja de tesoros grabada: ¡una cigarrera! Dato absolutamente cierto, ya que la pareja hacía del fumar un verdadero culto. Además de ricos y mundanos, el film los muestra altruistas: él combate en la Primera Guerra Mundial, siendo herido en una pierna durante un bombardeo (mentira); y ella, muy maternal, colabora en un orfanato (nada más inexacto). De la doble vida del compositor ni se habla: ¡era 1946! Ambos retratados
estaban vivos entonces y dieron su visto bueno al guión que prudentemente se anunciaba como “basado en la carrera de Cole Porter”. Después de una proyección, el compositor comentó: “Si sobreviví a esto, quiere decir que soy inmortal”. De todos modos, la película rescata para la posteridad a la legendaria Mary Martin –estrella del teatro– en su creación de “My Heart Belongs to Daddy”, que ella estrenara en 1938. Más tarde, Marilyn Monroe –con calzas negras y suéter “gordo” en un pionero caño– inmortalizó el tema en La adorable pecadora. A raíz del éxito del film, nuestra pizpireta Mariquita Gallegos, emulando a MM, la cantó (traducida como “Mi corazón pertenece a papi”) en shows televisivos.
El film más reciente, con Kevin Kline en el rol de Porter, no soslaya la homosexualidad del compositor –la época lo exigía–, pero también incurre en lugares comunes e inexactitudes. En ambos tributos, Linda –más joven que él– es la impulsora en la carrera de su marido, además de musa inspiradora (nada menos cierto). Quedan como aportes novedosos las personales versiones de “Let’s do it” por Alanis Morisette, “Ev’ry Time We Say Goodbye” por Natalie Cole y especialmente “It’s De-Lovely” por Robbie Williams.
El público argentino conoció cuatro de las contribuciones de Porter al teatro musical. En 1963, Kiss me Kate –su obra maestra con La fierecilla domada shakespeareana como pretexto–, por la Compañía Ana María Campoy–José Cibrián (una sinfonía de borlas, obra del vestuarista Bergara Leumann) con grandes canciones: “So in Love”, “Where Thine that Special Face”, “Wunderbar”... deficientemente cantadas. El musical fue ¿preservado? en un long-play (para ser escuchado dos veces: la primera y la última) con arreglos orquestales del maestro Lucio Milena que resultan hoy más anticuados que los originales de 1948. También en 1963 se estrenó un éxito de una década antes, “Can-Can”, evocativa del París de la belle époque con tres perdurables números: el melodioso “C’est Magnifique”, el filosófico “Live and Let Live” (“Vive y deja vivir”) y la más bella canción jamás dedicada a una ciudad, “I Love Paris”, que María Concepción César interpretaba con sugestión. En 1989, Daniel Mañas produjo y dirigió Alta sociedad con la fugaz Susana Traverso en el rol que Grace Kelly hiciera en el film de la MGM. Apenas la temporada pasada se montó Anything Goes / Vale todo con las vivaces actuaciones de Florencia Peña, Diego Ramos y Enrique Pinti. Clásico de los clásicos de 1934, y plena de canciones que tuvieron luego existencia propia: “I Get a Kick Out of you”, “All Through the Night”, “You’re the Top”... En las cuatro producciones, los traductores, unas veces más eficazmente que otras, hicieron lo que pudieron para recrear el ingenio de las letras (ardua tarea, pues me tocó plasmar al castellano “You’re the Top” que Claudio Segovia incluyó en Las mil y una Nachas de 1976).
Fiel al cigarrillo, en 1954 Linda inmoló su vida –enfisema de por medio– en un altar de humo. Dos años atrás había muerto la nonagenaria y adorada madre de Cole. Antes de finalizar la década sobrevino la amputación de su ulcerada y ya irrecuperable pierna derecha. Halló refugio para su ostracismo en su nuevo departamento en otro piso del Waldorf. A veces, y a modo de consuelo, el compositor descomponía ex profeso algún artefacto doméstico y así llamaba a un técnico que le gustaba para que le hiciera el service. En los inviernos neoyorquinos, la soleada California, con sus muchachos siempre listos, lo tuvieron al borde de piscinas turquesas. Herido en su hedonismo, deprimido y arrastrando una prótesis ortopédica, Porter no componía desde 1958. Atrás habían quedado los all-male parties, donde numerosos y nada desprevenidos marines gozaban del alcohol y los estimulantes. Según el lenguaraz Scotty Bowers, autor de Servicio completo, en sus tiempos orgiásticos Cole podía efectuar hasta quince felaciones sin solución de continuidad (práctica, que es de suponer, sustituía momentáneamente al habitual cigarrillo), mientras exigía del dador toda suerte de humillantes epítetos.
En 1964, el lugar vacío entre las tumbas de mamá Porter y Linda –que lo estaba esperando en el cementerio Mount Hope de Peru– fue ocupado. A los 73 años, el 15 de octubre, en una lujosa casa de reposo de Santa Mónica, los riñones y los maltratados pulmones le dijeron: “¡Stop the music!”. En la lista de hombres –casados o no– con los que mantuvo
relaciones más o menos prolongadas figuran (sin orden de aparición) el coreógrafo Nelson Barclift; Jack Cassidy, un actorzuelo que lo hizo sufrir; Ed Tauch, snob arquitecto; Boris Kochno, poeta ruso; Howard Sturges, niño bien, incansable compañero de viajes; John Wilson, director teatral... y decenas de anónimos gigolós, escorts, taxi-boys, o como se los quiera llamar, traficantes de furtivos placeres. Sin embargo, los que siempre lo recordarán serán los hijos, nietos y bisnietos de Ray Kelly, otro de sus amantes, que reciben el 50 por ciento de los cuantiosos derechos de autor que aún generan sus más de 800 canciones y 20 comedias musicales. El otro 50 por ciento va a parar a las cuentas bancarias de los descendientes de James Omar (conocido como J.O.), un amigo de su infancia en Indiana que nunca se explicó el porqué de semejante legado.
Según encuestas, entre las treinta más grandes canciones norteamericanas, cinco son de Cole Porter. Sus ya clásicos temas son infaltables en el repertorio de grandes estilistas como Sinatra, Lena Horne, Nat King Cole, Peggy Lee, Ella Fitzgerald, Tony Bennett, Mabel Mercer, Crosby, Dinah Washington, llegando a Rod Stewart y Michael Bublé.... Varias generaciones de melómanos, de las más dispares culturas, llevan bajo la piel el patrimonio sentimental de tantas melodías y palabras entrañables. No es poco.
El Gran Johnson por Kado Kostzer
SOY
VIERNES, 16 DE ENERO DE 2015
MI MUNDO
El mítico café concert catalán El Molino fue hervidero del género revisteril aun en tiempos franquistas. Una de sus máximas atracciones fue el Gran Johnson, quien para la jerga del music-hall era considerado un fantasista. Cuenta la leyenda que era argentino y que ha dejado a su paso plumas, lamé y pestañas desproporcionadas, aunque se le haya perdido el rastro después del destape español.
Por Kado Kostzer
Hasta la irrupción de las versiones locales –algunas clones– de los musicals de Broadway, la revista fue el espectáculo favorito del mundo gay y no solamente del porteño. Lógica, pero también extraña, elección. Acariciantes plumas que dotan de alas a mujeres-aves. Destellantes strass que cubren vaginas que, como la cueva de Alí Babá, esconden preciados tesoros. Luminosas pasarelas. Infinitas escaleras que conducen a inciertos parnasos para deidades. Elementos todos que son parte fundamental de la parafernalia iconográfica de varias generaciones. Liviandad y brillo, lujo y glamour, esplendor y evanescencia. Pero también sexofobia en dosis masivas. La mujer como mero objeto y el homosexual invariablemente puesto en ridículo tanto en sketches como en coreografías que les imponían a los boys –aun a los más masculinos, que los había– movimientos afeminados para que el público festejara sádicamente tanto alarde de poca hombría.
En 1973, luego de un placentero año de residencia en Madrid, recibí una oferta –muy buena en lo económico– para trabajar en una agencia de publicidad de Barcelona. Aunque las costumbres estaban un poco más distendidas aún era la censora España del Generalísimo. Los catalanes pensaban que El Molino, un café-concierto arrevistado que había servido para filmar los triunfos de Sara Montiel en El último cuplé, era un sitio trasgresor.
Tal como lo conocí había sido inaugurado en 1910 como Petit Moulin Rouge, intentando emular al templo del cancán francés. Situado en lo que se conoce como el Paralelo –zona de teatros que a su vez imitaba al Montmartre de la Belle Epoque parisina–, en su escueto escenario habían exhibido sus talentos mitos del music-hall como Bella Dorita, Escamillo, Gardenia Pulido, Pipper, Mary Mistral, Lila Claver (La Maña) y Merche Mar.
En su centenaria vida el teatro, de encanto novecentista, no siempre estuvo dedicado a la levedad. En 1926, por esos vaivenes de la economía, sirvió de sede al efímero partido Unión Patriótica Española, fundado por Miguel Primo de Rivera. En 1929 las aspas del molino giraban en la fachada con cartelera renovada, no de políticos sino de artistas. Diez años después el franquismo –en su afán de castellanizar todo– había exigido que Petit Moulin Rouge se tradujese al castellano como Pequeño Molino Rojo. Lo de rojo –que podía aludir al ¡comunismo!– tuvo que ser suprimido. De paso también se eliminó lo de pequeño –¡no era cuestión de ser menos que nadie, tío!– quedando hasta hoy, El Molino.
A principios de los ’70 las incipientes siliconas aún no amenazaban con su masivo ataque a vírgenes cuerpos de estrellitas revisteriles. Por fortuna estaban los engañadores “panchitos” que, colocados bajo los senos, los agrandaban y elevaban hasta el justo lugar. Las bikinis –¡qué palabra tan antigua!– cumplían la púdica misión de ocultar lo mismo que los prácticos y funcionales concheros actuales. Ni el más lúcido de los científicos pensaba todavía en el milagroso botox. Los labios se convertían en tentadores e insinuantes dibujados con lápiz negro y sangrante lipstick. No había extensiones capilares, pero sí ¡el kanekalón! de Corea capaz de edificar una catedral de pelo en la cabeza más hueca.
Dos buenos mozos madrileños y un sexy andaluz me llevaron a El Molino, donde era atracción principal el Gran Johnson y tenía destacada actuación una argentina, la para mí desconocida Alicia de Alzaga. Alzaga, un apellido que en la Argentina sugería “tirar manteca al techo en París”, para España decía poco, y para Cataluña, nada. La A del seudónimo era sinónimo de aristocracia agrícola-ganadera y ocultaba las sillas en la vereda en la noche calurosa, el potrero con los muchachones jugando a la pelota, los sifones que había que cargar desde el almacén del gallego, la avenida que se inundaba. En la marquesina de El Molino su nombre estaba en cartel francés y con un color de neón distinto del de los otros artistas.
Según la urbana leyenda el Gran Johnson, Frank Johnson o simplemente Johnson también ¡era argentino! pero había adoptado a Barcelona –y Barcelona a él– aún antes de la guerra civil. Su imagen escénica no era convencionalmente masculina, tampoco la de travesti. ¡Travesti! La España de Franco lxs tenía absolutamente prohibidxs y ni el supuestamente trasgresor Molino de la progre Cataluña se los podía permitir. Tampoco podía definírselo a Johnson como drag-queen. Era especial. Según la terminología del music-hall, un fantasista. Según mi juvenil impresión, un mariconazo veterano de muchas guerras escénicas, y de las otras, que había capitalizado su amaneramiento natural para satisfacer el sadismo del público que “se metía con él, pero sin maldad”, según historiadores recientes. A su apergaminada cara –una más– él la había convertido en única con su sello personal: pestañas postizas de un espesor y largo fuera de toda escala. Cubría su casi segura calvicie con una peluquita cortona de línea feminoide. La imposibilidad de usar falda la suplía con un largo deshabillé femenino de delicado encaje y mangas mariposa que volatizaban sus evoluciones escénicas. Bajo este transparente manto lucía pantalones pata de elefante –ya fuera de moda– y una camisa de mangas abullonadas.
En un cuadro musical rodeado de chicas se limitaba a canturrear –no sin encanto decadente– su caballito de batalla “El rey del Molino”, una marchita de melodía machacona y absurda letra. Con precaria rima intentaba dejar claro que Johnson era bien hombre y que representaba un personaje: “aunque me dicen sin razón / que soy... (pausa para que el corito preguntara ¿qué? y el público pensase ¡maricón!)... ¡un gran bribón! / las chicas guapas, de verdad / siempre me han hecho ilusión / Me gusta Lili por sus ojos / besando me gusta Ninón / FruFru tiene cuerpo de diosa / y Lina es igual que un bombón...”.
Una Alzaga y un Johnson sumaban distinción en un vulgar sketch. A él le tocaba –arrastrando encaje y pestañotas– ser el amante de una infiel dama que, ante la llegada imprevista del legítimo marido, era escondido en el placard. Situación más que trillada pero –dada la estética y el acting del objeto del deseo de la frustrada adúltera– invitaba a complejos niveles de interpretación invalidando la ligereza del género.
A nuestro amigo andaluz no le costó mucho trabajo que, entre una función y otra, pasáramos a los camarines para saludar a Alicia, a quien conocía. Penetramos a un hacinamiento saturado de texturas: plumas, lentejuelas, lamés, encajes, cartón pintado. Más saturado aún de efluvios: tabaco y otras yerbas, perfumes vulgares y exquisitos, sudores surtidos y adrenalina. La vedette no se conmovió demasiado con que le presentaran a un compatriota, más bien trató de obviar el detalle y su acento fue más forzadamente castizo. Luego de analizarnos de arriba abajo, fue suya la iniciativa de presentarnos a Johnson, lo que nos entusiasmó. Había tiempo para charlar un rato con él. Aprovecharíamos la primera parte del espectáculo que –mientras el desconcentrado público consumía copas– ofrecía un desfile de cantantes buenos, mediocres y malos cultores de todas las variantes del género español. En El Molino tenían su oportunidad, lo que quería decir que eran muy mal pagos o no pagos.
Tras sus descomunales pestañas, Johnson nos lanzaba miradas lujuriosas, buscando cada tanto la complicidad de Alicia. Luego nos dijo muy serio y casi preocupado: “Hum, jovencitos y guapetones, pero yo con todos a la vez no puedo”. No supimos si era una broma, pero de implícito común acuerdo los cuatro nos apresuramos a huir del camarín aterrados.
Mi espíritu detectivesco –que a veces logra imposibles– fracasó en el intento de indagar los misteriosos orígenes del fantasista. Sus rastros y los de la Alzaga se pierden luego del apogeo y caída del destape español. Ambos ya eran parte del pasado cuando en 1997 el mítico lugar cerró sus puertas para reinaugurar en 2010 totalmente modernizado –¡qué miedo!–, ofreciendo espectáculos al estilo Bob Fosse con títulos en inglés. Oh, God!
Canciones degeneradas por Kado Kostzer
SOY
VIERNES, 6 DE DICIEMBRE DE 2013
CABARET
El espectáculo Canciones degeneradas, de Fabián Luca, revive el talento y el grito de guerra de los invertidos, los judíos y los disidentes que perturbaron al cada vez más oscuro Berlín de los años ’30.
Por Kado Kostzer
¡Degenerado! Degenerado. Cinco sílabas que forman un vocablo que hoy desde los claustros científicos, pasando por el diván del psicoanálisis televisivo y llegando a la brutal calle, prácticamente está desterrado. Hasta se siente un poco de nostalgia no escucharlo de bocas probas y dignas, lo mismo que vergüenza ajena cuando alguien lo pronuncia. Este anacronismo que lleva implícito –según diccionarios– “perder el mérito, el valor físico o moral, pasar de un estado a otro inferior” tuvo su funesto apogeo en la Alemania nazi, que lo unió a otra palabra que por su nobleza uno la piensa en mayúsculas, ¡ARTE!
Concluida la primera contienda bélica mundial, y con la instauración de la República de Weimar, Berlín, capital de Alemania, abandonó su carácter provinciano para convertirse en una inmensa metrópolis. Gracias a la inauguración en 1924 del aeropuerto de Templehof, la ciudad estuvo conectada con Budapest, Constantinopla, Moscú, Londres, París... En apenas un lustro el número de pasajeros pasó de 17 mil a 50 mil anuales.
Berlín era como un imán, que atraía a artistas (y a aspirantes a), de todo el mundo. Fresco está en el recuerdo de los cinéfilos la imagen de Michael York (que no es otro que el alter ego del inglés Christopher Isherwood) en Cabaret, llegando a la capital alemana con el propósito de convertirse en escritor. Y no sólo era el mundillo literario el que quería beber de esa fuente aparentemente inagotable de sueños, desenfreno y delirios, sino mucho más importante ¡de realizaciones! Los plásticos, los cineastas y los compositores tenían también un marco propicio para su consumada o incipiente creatividad. Pero también estaban los que, instalados en una envolvente bohemia, que disimulaba el fracaso personal, no contaban con medio alguno de subsistencia. Las estadísticas de 1927 consignaban más de dos mil artistas que recibían ayuda del municipio.
De 1924 a 1931 la vida cultural de Berlín, rica y diversa, sólo podía compararse con la parisina. Esos pocos años registran el nacimiento de dos instituciones verdaderamente vanguardistas: la Bauhaus, centro dedicado al diseño, creado por los arquitectos Gropius y Breuer, y el Instituto para el Estudio de la Sexualidad, dirigido por Magnus Hischfeld, gran defensor de los derechos homosexuales. Surgen obras notables en el teatro y el cine, La ópera de tres centavos, Nosferatu, El ángel azul, Metrópolis, El gabinete del Dr. Caligari... Erwin Piscator, Bertolt Brecht, Franz Werfel, Max Reinhardt, Eric Maria Remarque, Thomas Mann... La escena, el diseño, la cinematografía, la literatura conocen un período de esplendor.
Los teatros, los cines, los restaurantes, los music-halls, las galerías de arte, los comercios... ostentan un modernismo envidiable. La vanguardia y el gigantismo, sin embargo, no alcanzan a esconder la crisis social. La miseria y la criminalidad reinan en los bajos fondos con un colorido friso de prostitutas, minusválidos, dealers y mendigos: allí la cocaína no discrimina fosa nasal o ano alguno. Las obras de notables artistas plásticos como George Grosz, Emil Nolde, Ernst Ludwig Kirchner y Otto Dix reflejarían ese submundo. “La deformidad, la depravación y el vicio elevados al rango de ideal moral”, diría en 1937 el pensamiento del III Reich. En la muestra Arte Degenerado, inaugurada en Munich, las obras de estos pintores compartieron los muros de la Haus der Kunst con las de Kandisky, Marc Chagall, Edvard Munch, Paul Klee... Cubismo, dadaísmo, expresionismo, surrealismo y otros ismos se daban la mano en telas que desvirtuaban la “pureza de la belleza clásica”.
Ya sea por la naturaleza “degenerada” de sus expresiones artísticas, por ser judíos, comunistas, homosexuales o simplemente disidentes con el régimen –o por más de una de estas razones–, luminarias de todas las disciplinas artísticas se vieron obligadas a abandonar Alemania. En 1933 el poderoso Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler, se dispuso a “eliminar todos los elementos política y racialmente indeseables” del arte. Tantos talentos despreciados enriquecerían culturalmente a otros países, especialmente los Estados Unidos, que los hicieron propios. Si bien a mediados de los ’20 Hollywood había invitado a Ernst Lubitsch para reinstalar su “toque” en la comedia americana, otros artistas escaparon para salvar sus vidas. Fritz Lang y Murnau tiñeron de expresionismo alemán el cine negro norteamericano. Siempre eclécticos, Otto Preminger, Michael Curtiz, Douglas Sirk, Billy Wilder, Robert Siodmak, William Dieterle, Fred Zinnemann... brindaron obras memorables. En los mismos sets alternaron con otros exiliados, Marlene Dietrich, Peter Lorre, Hedy Lamarr, Luise Reiner.
Como todo régimen totalitario, la Iglesia Católica fue la primera en legislar por escrito, en el año 1100, sobre “cómo tiene que ser la música”. San Bernardo de Claraval pontificaba: “El canto debe ser pleno de gravedad, evitando la mundanalidad, la brusquedad y la simpleza. Dulce, aunque no superficial. Que complazca al oído, pero que a la vez llegue al corazón”. El nazismo, que veía degeneración por todos lados, también tuvo su receta. A la cabeza de lo prohibido estaban los compositores judíos, los enrolados en corrientes modernistas que se apartaran del sentido de “tradición y progreso” hitlerianos y especialmente el temible jazz por la negrura del Africa.
Con un afiche de infame e irrisoria elementalidad –un músico negro con primitivo aro que en lugar de tener una flor en su ojal ostenta una estrella de David–, en mayo de 1938 se inauguró en Düsseldorf la muestra itinerante de Música Degenerada. Fue una semana plena de conciertos de la música que el nazismo consideraba ideológica y étnicamente pura. Se incluía además una exhibición de caricaturas, partituras, afiches y retratos que demostraban el carácter “subhumano y la inferioridad” de los trabajos de compositores de formación clásica como Arnold Schönberg, Alban Berg, Stravinsky, Ernst Krenek, Paul Hindemith... Tampoco faltaban Kurt Weill, Ernst Toch, Walter Goehr, Allan Gray, Franz Reizenstein... y los que se dedicaban a suplir material para el “despreciable” género del varieté.
En Clásica y Moderna –que tiene mucho y poco que ver con el Café Romanisches y otros legendarios ámbitos berlineses–, tres magnéticos cantantes, Alejandra Perlusky, Diego Bros y Malena Lenoir y un pianista/violinista de mágica digitación, Santiago Martínez, nos traen resonancias de la República de Weimar. Canciones Degeneradas recupera con cuidado criterio estético –mérito del director Fabián Luca– el repertorio que los nazis abominaron. Hollander, Tucholsky, Eisler, Kreisler y Weill, reflejan con ironía punzante, mordaz crítica y provocativo sex-appeal toda una época de ebullición creativa y conflicto social. Tampoco falta Mischa Spoliansky, un verdadero pionero que en 1920 compuso –bajo el seudónimo de Arno Billing– “Das lila lied”, el primer himno homosexual.
Ecos de sinagogas se mezclan con la negrura del jazz de Harlem, acordes tangueros conviven con la deliciosamente evocativa música circense, contagiosas melodías con algún arranque vanguardista. Esta ensalada ¿rusa? rítmica tiene un experto chef en el director musical Gaby Goldman. La velada es deliciosa e inquietante. Un caramelo ácido. Voces y cuerpos se ponen al servicio de un material rico y variado donde ningún sentimiento está ausente.
Christopher Isherwood por Kado Kostzer
SOY
VIERNES, 25 DE ABRIL DE 2014
MI MUNDO
Detrás de la película de Bob Fosse había un musical de Broadway; más atrás, una obra de teatro, y en el fondo, la novela Adiós a Berlín, del británico y abiertamente gay Christopher Isherwood. Antes, Jean Ross inspiró el personaje de Sally Bowles. Era una bailarina de los bajos fondos, espía comunista, devenida periodista con seudónimo masculino a quien la fama de Liza Minnelli nunca rozó.
Por Kado Kostzer
El film Cabaret (1972) había sido una comedia musical de éxito en Broadway (1966), tomada de una pieza teatral, I Am A Camera (1951), que tuvo también su versión cinematográfica (1955) y que a su vez se basaba en una novela corta, Adiós a Berlín (1939), de Christopher Isherwood, cada vez más olvidado en las distintas reencarnaciones y opacado por sus múltiples adaptadores: John van Druten, John Collier, Joe Masteroff, John Kander, Fred Ebb, Jay Presson Allen, Hugh Wheeler, Bob Fosse...
El árbol no dejó ver el bosque. Nadie se percató entonces de que la historia de la excéntrica y alocada Sally Bowles de la divina decadencia, la que grita bajo un puente cuando pasa un tren, la que habla de fornicar y de sífilis durante un formal té, la estrella del Ki Kat Klub –con todas las chicas del coro “vírgenes”–, tenía un origen. Isherwood construyó su memorable personaje inspirándose en Jean Ross –una inglesa como él–, de 19 años, que fue su vecina de cuarto en la pensión berlinesa de Fraulein Thurau, en el 17 de la calle Nollendorf, entre 1931 y 1933.
El autor la bautizó como Bowles en un especie de homenaje al ahora mítico Paul Bowles, con quien compartió la bohemia –o reviente– de los últimos estertores de la República de Weimar. La explicación fue sencilla: a Christopher le gustaba tanto el sonido de ese apellido como la apariencia de su dueño.
En el productivo relato, Sally –quien dice ser la hija de un rico molinero de Lancashire y de una dama de la sociedad– es descripta como una mujer “sombría”, con sus uñas pintadas de verde, “un color desacertado”, lo que fijaba la atención en sus manos manchadas por el cigarrillo. Sus ojos, grandes y marrones, según el autor, deberían ser negros “para armonizar con su cabellera y el lápiz con el que delinea sus cejas”. Con respecto a su dominio del alemán, Isherwood lo califica no solamente de “incorrecto” sino de “absolutamente propio”. En cuanto a los talentos canoros que exhibía cada noche en un tugurio llamado The Lady Windermere, están definidos como “pobres pero eficaces”, ya que su presencia era sorprendente, dando la impresión de no importarle un bledo lo que la gente pensara de ella. Su aspiración principal era convertirse en una gran actriz o, en su defecto, encontrar un hombre rico que la mantuviese: “Money, money, money”. Frustrada en ambas metas Sally/Jean abandonó Berlín, y la última noticia que hubo de ella fue una postal de Roma sin dirección.
También Isherwood se alejó de Alemania, de la amenaza nazi y de los efebos rubicundos que lo habían atraído hasta allí, según sus propias confesiones. De tan convulsionados tiempos, junto a sus pertenencias se llevó un caudal enorme de experiencias y personajes. En julio de 1933 comenzó a escribir la historia que se llamó apropiadamente Sally Bowles. No conforme con el resultado, siguió trabajando hasta 1936, pensando quizá que fuese parte de una novela que finalmente se llamaría Mr. Norris cambia de tren. Envió el relato a la prestigiosa revista literaria New Writing, con la idea de que se lo publicaran. Aunque el editor John Lehmann apreció enormemente la calidad de la escritura, pensó que era demasiado extenso y temió que el episodio de un aborto de la protagonista hiriese susceptibilidades... ¡en los impresores! Peor aún, que la propia inspiradora Jean Ross iniciase una demanda por libelo. El autor defendió su postura, pues creía que sin ese dramático trance su heroína quedaba reducida a una “tonta y caprichosa putita”. Ross dudó mucho en dar su autorización, pensando que tal revelación la distanciaría aún más de su familia, aunque finalmente aprobó la publicación, que vio la luz a fines de ese año.
Christopher nunca reveló el nombre de su modelo, pero los que la conocían no tenían duda alguna. Jean Ross se negó rotundamente a ver cualquiera de las versiones que se hicieron sobre sus aventuras, mucho más aún de aceptar reportajes. Convencida comunista, fue –según se decía– una
agente secreta de la rama internacional del partido. Aquietadas sus veleidades escénicas –parece que Max Reinhardt la incluyó en el reparto de Peer Gynt– y luego de su estadía en Alemania, se casó con el periodista de izquierda Claud Cockburn, que la estimuló a que escribiera, y lo hizo con el seudónimo de Peter Porcupine. La unión finalizó en 1940. La hija de ambos, Sarah Caudwell Cockburn, aseguró más de una vez que su madre nunca se sintió identificada con Sally Bowles y que el retrato que brinda Isherwood desvirtúa la personalidad real de Jean Ross, que era una mujer “mucho más centrada” que las excéntricas compañías masculinas del autor.
En 1972, Isherwood fue invitado a una exhibición privada de Cabaret y, si bien disfrutó del film, tuvo dos objeciones serias: el encuentro sexual de Sally con Brian Roberts –su alter ego interpretado por Michael York– le provocó un comentario nada disimulado que escandalizó y divirtió a los selectos invitados: “¡Qué mentira terrible! ¡Yo jamás me acosté con una mujer!”. Su otra discrepancia fue la heroína, esta vez convertida en americana. Opinó que las dotes naturales y la exuberancia de la joven Minnelli no le convenían a la amateur Sally/Jean de limitados recursos vocales y actitud estática en sus interpretaciones.
La historia menuda cuenta que, cuando se iniciaron los preparativos para montar Cabaret en teatro, Liza –a pesar de su premio Tony ganado a los 18 años y de su amistad con el equipo creador– audicionó dieciséis veces para el rol, sin ser elegida. Tuvo su revancha con la versión fílmica que la catapultó a la fama, dejando de ser simplemente la hija de Vincente Minnelli y Judy Garland.
La afortunada estrella del estreno neoyorquino fue la rápidamente olvidada Jill Haworth, que gozaba entonces de cierta notoriedad por el film Exodo. A través del mundo y de los años hubo muchas Sally: la luminosa Julie Harris, la distinguida Rita Gam, la ex niña prodigio
Brooke Shields, La M de los films de James Bond Dame Judi Dench, la trágica Natasha Richardson, la desaprovechada Jennifer Jason Leigh, la políglota Ute Lemper... y nuestras talentosas Andrea Tenuta, Alejandra Radano y Karina K, aunque –a pesar de los peros de su creador– para muchos sólo habrá una: Liza Minnelli.
Isherwood –residente y ciudadano norteamericano desde los ’50 y muerto en 1986– había reconstruido en 1976 sus arruinados –por él mismo– diarios de Berlín. Publicados bajo el título de Christopher and his Kind, sirvieron de base a un telefilm de la BBC, mal traducido como Christopher y sus amigos. Así, en 2011, Sally Bowles resucitó una vez más, o mejor dicho reaccionó de uno de sus ataques de catalepsia, ahora con su nombre verdadero, Jean Ross.
Es de lamentar que el estricto Isherwood no haya podido ver a Imogen Poots meterse en la piel del personaje. Las uñas siguen siendo verdes, sus boquillas largas y sus atuendos tan originales como ajenos a la moda de los ’30. Su pelo no es negro, pero el espíritu de la mujer “sombría” y de escasas condiciones artísticas está bien perfilado por la actriz. El director Geoffrey Sax no incurre en ninguna “mentira terrible”: el protagonista masculino es el propio Christopher y ya no es bisexual. Es abiertamente gay y está en Berlín “por los muchachos”. Matt Smith, conocido por la serie de ciencia ficción Doctor Who, capta a Isherwood con sensibilidad e ironía. El fenómeno Cabaret-Sally Bowles-Liza Minnelli apenas alcanzó a rozar a Ross, la auténtica protagonista. En 1973 –quizá no tan convencida de que “la vida es un cabaret”– murió en Richmond, Surrey, a los 62 años.
Scotty Bowers por Kado Kostzer
SOY
VIERNES, 11 DE JULIO DE 2014
En Servicio completo, Scotty Bowers, playero de día y taxi de noche, abre la caja de Pandora del underground erótico de Hollywood. Destapa jugosas anécdotas, secretos de alcoba y biografías sexuales no autorizadas, de primera mano, de estrellas que van de Laurence Olivier a Rock Hudson.
Por Kado Kostzer
La cama de las celebridades siempre fue motivo de curiosidad morbosa. El mundo editorial, consciente de semejante debilidad humana, supo nutrir sus catálogos de jugosas biografías o memorias. No hay estrella, o casi estrella, que no haya sido tentada para contar verdades y mentiras sobre sus amores, amoríos e infatuaciones. Sin embargo, todos los secretos de alcoba juntos –sumados a hechos policiales, trastornos psicológicos y otras debilidades– se concentraron en Hollywood Babylone, escrito en 1965, no por un protagonista sino por un curioso, Kenneth Anger.
Debió pasar casi medio siglo para que otro autor –esta vez protagonista, Scotty Bowers– convocara en páginas enardecidas de sexo a un conjunto de rutilantes iconos de Hollywood. Muchas veces había sido tentado, incluso por el notorio Gore Vidal, para dejar testimonio de su colorida vida de prostitución y alcahuetería. En 1960, Tennessee Williams, que había compartido más de una noche con Scotty, escribió sobre él. El resultado no satisfizo al retratado y el dramaturgo se vio obligado a romper su manuscrito.
Cercano a los 90 años y nada senil –o quizá completamente–, un desinhibido Scotty Bowers se decidió, ayudado por Lionel Friedberg, a abrir el cofre de sus recuerdos que había permanecido inviolable. El resultado fue Full Service (Servicio completo) / Mis aventuras en Hollywood y la vida sexual secreta de las estrellas, título más que irresistible.
Apenas vuelto de la Segunda Guerra Mundial, el joven ex marine, de infancia granjera, recaló en una estación de servicio de Los Angeles donde –manguera en mano– llenaba los tanques de los cochazos de las estrellas de Hollywood que pasaban rumbo a los cercanos estudios de cine. Walter Pidgeon –venerable marido de la señora Greer Garson en finos melodramas de la MGM– fue la primera celebridad en la carrera del muchacho. “¿Estás ocupado el resto de la tarde?”, le preguntó exhibiendo desde la ventanilla de su Lincoln negro un verde billete de 20. Un gran progreso. En los grises años de la Depresión, Scotty, juvenil lustrabotas en Illinois, les hacía el favor a pederastas por sólo moneditas. En la mansión del distinguido actor los esperaba otro hombre. La tarde fue tan intensa que Pidgeon recomendó su descubrimiento a sus muchos amigos bisexuales, todos muy bien casados como él. También el ahora muy solicitado empleado de la estación de servicio tenía su discreta y sumisa esposa, Betty, que –dedicada a Donna, la hijita de ambos– no hacía preguntas cada vez que su marido pasaba una noche con sus clientes masculinos o femeninos.
Scotty era simpático, simple, discreto y, según deja muy bien aclarado, ¡generosamente dotado!, cualidades que lo hacían deseable y confiable para satisfacer apetitos prohibidos en las puritanas décadas del 40 y 50, regidas por brigadas antivicio e inquisidoras ligas de moral.
El expendio de combustible en tanques vacíos –de automóviles– pronto quedó atrás en su vida para dejar paso a otro negocio: hacer felices a los famosos de la Meca del cine, poniendo su disciplinado cuerpo y también reclutando bellezas de todos los sexos por encargos especiales. Su clientela era un 60 por ciento de gays y lesbianas de doble vida y el restante porcentaje de fiesteros que solicitaban chicas lindas para sus partusas. Scotty clama no haber lucrado con esa actividad, pues lo suyo, ya lejos del expendio de nafta, ¡era la coctelería! Barman contratado en selectas fiestas para delicia de los bebedores. Difícil de creer.
En el rubro masculino figuraban en su agenda mental –no escrita por razones de prudencia– el eterno seductor Cary Grant y su “novio oficial”, el viril héroe del oeste Randolph Scott; el polifacético Noël Coward; el refinado director George Cukor; un Sir Laurence Olivier; el insaciable Rock Hudson; el venerable Spencer Tracy; el eximio coprófago Charles Laughton; el carilindo Tyrone Power; el sorpresivo Perry Mason de la TV, Raymond Burr; el prolífico novelista Somerset Maughan, empedernido voyeurista, y hasta el feroz súper reaccionario J. Edgard Hoover, director del FBI, al que –según Scotty– le encantaba vestirse de mujer.
Quizá porque se las arreglaban muy bien solitos para procurarse sus partners masculinos, los jóvenes y rebeldes James Dean y Montgomery Clift no eran santos de la devoción del popular traficante de sexo. Al eterno Rebelde sin causa lo califica de maleducado e insolente, merecedor no de El este del paraíso; sino del infierno. Monty es definido como una loca histérica e invariablemente mal encarado, con una lengua viperina siempre lista para atacar. “Ambos se creían superiores al resto de la gente”, sentencia Scotty.
En cuanto a las damas que requerían a otras congéneres para saciar sus apetitos, Katharine Hepburn era clienta calificada –Scotty llegó a proporcionarle más de 150 muchachas, preferentemente morenas y despojadas de artificios cosméticos–, para que la heroína de La mujer del año se olvidase por un rato de su fatigante y prefabricado amor eterno con Spencer Tracy.
Entre los machazos que requerían compañía femenina, el más generoso era el cubanísimo Desi Arnaz, que pagaba a las chicas 200 dólares en lugar de los habituales 20 y fue descubierto ¡y cacheteado! por su mujer, Lucille Ball; el heroico William Holden; el ermitaño Howard Hughes... El espadachín pedófilo Errol Flynn, otro cliente, rara vez llegaba al orgasmo por sus excesos etílicos y ahí estaba Scotty –boy scout siempre listo– para dejar satisfecha a la Lolita de turno.
Más de una vez en las 288 páginas de la edición de Grove Press el autor confiesa que a pesar su amplitud sexual –no le hacía asco a nada en sus casi tres docenas de encuentros semanales– siempre prefirió a las mujeres. Dos damas memorables merecieron sendos capítulos. Al gorrión de París, Piaf, le arrancó trinos durante los encuentros sexuales que mantuvieron durante un mes y la casquivana Scarlett O’Hara de Lo que el viento se llevó, Vivien Leigh, fue más que satisfecha en sus deseos cuando filmaba Un tranvía llamado... deseo.
Tampoco la sangre azul –que a pesar de su frío color hierve tanto como la común– estuvo ausente en la vida de Scotty. En sus visitas a California, el duque de Windsor –el mismo que había renunciado al trono de un imperio por amor– y su esposa, Wallis Simpson, apenas llegados discaban el mágico número del eficaz heredero de otra testa coronada: la heroína de Rojas conocida como ¡Celestina! Ambos encumbrados personajes, bisexuales, estaban agradecidos a su amigo, Cecil Beaton, fotógrafo de la familia real, por haberles proporcionado semejante contacto. En íntimos encuentros, lejos del protocolo, el que recibía las reverencias del genuflexo ex rey era ¡el miembro de Scotty!
El hoy obsoleto –pero en los ’50 revolucionario– estudio sobre el comportamiento sexual de los norteamericanos también tuvo a... ¡Scotty como eje central! Aconsejado por Somerset Maughan, el doctor Kinsey y su equipo de científicos –en su afán por descubrir verdades– le encomendaron que organizara una orgía en el Beverly Hills Hotel. El resultado del ecuménico encuentro de gays, lesbianas, bisexuales, jóvenes, viejos y otras yerbas significó un progreso en temas tabúes hasta entonces. Modesto, Scotty banaliza su aporte a la ciencia.
La prosa de Scotty es fluida y desinhibida, directa y sin demasiados eufemismos ni sentidos figurados. No hay que esperar a Proust, está de más decirlo. El relato –del que no quedan sobrevivientes para desmentirlo– tiene el valor de desenmascarar la hipocresía y la coherencia de la fábrica de los sueños que, a cualquier precio, trataba de llevar las ficciones hasta la vida íntima de sus protagonistas. El advenimiento del sida, la evolución de las costumbres y el parcial sinceramiento de ciertos personajes significó un final –algo alargado, 40 años– de la intensa carrera de Scotty Bowers, hoy autor ampliamente traducido. Anagrama acaba de publicar el best-seller internacional en España (¡lo que será esa traducción!)
Scotty Bowers hoy
Studio 54 de Nueva York por Kado Kostzer
SOY
VIERNES, 13 DE MARZO DE 2015
Un libro de fotos prohibidas tomadas por Hasse Persson reflota la efímera pero legendaria vida del Studio 54, antro neoyorquino que duró apenas 33 meses a finales de los años setenta, y por donde pasaron las celebridades y las no tanto, todxs dadxs vuelta.
Por Kado Kostzer
Nada más inadecuado que una discoteca para alguien como yo, que se niega al aturdimiento, que no baila, que no fuma, que le fastidian los estímulos visuales, al que las drogas le son indiferentes y más aún si el lugar es de rigurosa moda y “hay que ir”. No obstante, conocí el Studio 54 de Nueva York. En las Pascuas de 1978 Nacha Guevara se presentaba por una única noche en el Saint James Theatre de Broadway y en su repertorio había un par de letras de mi autoría. Con Claudio Segovia que más tarde gozaría de los fabulosos éxitos de Tango Argentino y Black and Blue en el mismo distrito teatral nos dimos cita en Nueva York para asistir al recital. Luego del espectáculo, evadimos el agasajo que daba el promotor del evento y preferimos cenar solos. Caminamos desde la calle 44 hasta la 54, rechazando por una u otra razón los restaurantes que conocíamos en la zona. Finalmente nos resignamos al Capri, ubicado entre 7ma. y 8va. Avenidas y ¡frente al Studio 54! El lugar había sido inaugurado hacía un año y ya era un mito internacional. La entrada estaba resguardada por un cordón bien provisto de vigilantes y personal del establecimiento seleccionando a los anónimos clientes que por su físico podían ser deseables para las celebridades habitués del antro. Esas bellezas en estado puro, o casi, sufrían un mágico proceso de estereotipamiento al atravesar la preciada puerta. También la cana del 54 espantaba, sin elegancia pero con su estilo, a los que no merecían tan sofisticado privilegio. En la puerta misma de nuestro restaurante fuimos atraídos desde la otra vereda por un brazo en alto que se agitaba en señal de invitación, mientras la otra mano tenía la palma en posición de “prohibido pasar”, destinada a impresentables. Decidimos conocer el Studio 54. Si bien en el acceso reinaba la dictadura Claudio yo, argentinos, sabíamos del tema y que en el interior todo era democracia. No existía diferencia de color, menos de sexo. Era el primer lugar donde la clientela gay se mezclaba en la pista con la straight en ecuménica y despreocupada convivencia. No nos tocó una noche de las más esplendorosas. Apenas Marisa Berenson, que algo fatigada torcía los tacos de sus zapatos, igual que una prima mía, Margaux Hemingway, que un tanto achispada cuchicheaba con Calvin Klein; más apartados, Louis Malle y Susan Sarandon comenzaban un romance. De vez en cuando echábamos un vistazo, pero con Claudio lo más importante era ponernos al día.
Con la experiencia en materia de diversión nocturna de una discoteque en el no muy glamoroso Queens, Steve Rubell, un gay explosivo, y su discreto amigo Ian Schrager se lanzaron a conquistar la noche de Manhattan. La propulsora de la idea fue Carmen D’Alessio, una peruana coleccionista de nombres famosos en su agenda como relaciones públicas del modisto Valentino. Carmen no era una desconocida para nosotros. Sabíamos que se había quedado con el apellido de nuestro amigo, el compositor argentino Carlos D’Alessio, residente entonces en París, quizá como intercambio, pues él, que era gay, regularizó su situación migratoria en USA mediante esa boda de la que Salvador Dalí fue padrino.
El trío Rubell-Schrager-D’Alessio eligió para la nueva disco un viejo local en el distrito teatral que había sido inaugurado como sala de ópera en 1927, luego fue recinto de varietés, reencarnándose en restaurante con show y finalmente durante 20 años estudio de TV de la CBS. Del teatro original conservaron su estructura con mezzanine y palcos ideales para contactos sexuales e instalaron un sitio VIP detrás del escenario. En el centro de la pista reinaba la imagen, nada subliminal, de una luna ¡con facciones masculinas! inhalando cocaína. Para la inauguración Carmen envió 5 mil invitaciones, no dejando afuera a ninguno de sus célebres amigos del jet-set. La noche del 26 de abril de 1977 se dieron cita el Stone Mick Jagger, la aún enterita Liza Minnelli, los grasones Ivana y Donald Trump, la adolescente Brooke Shields y cientos de etcéteras. Según se dijo –es difícil creerlo–, quedaron fuera en un tumulto de caras famosas y de las otras el rompecorazones Warren Beatty, la ya operadísima Cher, el lánguido Woody Allen y el eterno Sinatra. El puntapié inicial –más bien un gol de media cancha– estaba dado. Y sobre llovido, mojado: apenas unos días después de su apertura el 54 festejó por todo lo alto el cumpleaños de Bianca Jagger, que entró montada en un caballo blanco. A partir de ahí y vertiginosamente las celebridades lo convirtieron en su hogar nocturno. Yves Saint Laurent, John Travolta, Donna Summer, Burt Reynolds, Farrah Fawcett, Al Pacino, Raquel Welch, Baryshnikov... exhibieron en la pista, en la barra y en los recovecos, sus vigentes encantos. Los venerables Truman Capote, Elizabeth Taylor, Gina Lollobrigida, Tennessee Williams, Zsa Zsa Gabor, Gloria Swanson y Bette Davis supieron de cómplices penumbras para simular eterna juventud. Más asiduo que nadie fueron Andy Warhol y su pandilla del Interview Magazine, un tabloid que registraba la actividad de los beauties de todos los sexos que se juntaban allí para lucirse, drogarse, propasarse, coger, mirar y ser mirados, además de bailar.
La fiesta de un amigo, Nacho Rentería, un excéntrico mexicano coleccionista de arte, me llevó por segunda vez al 54. A las celebrities y bellezas habitués se sumaron drag-queens chicanas y mariachis, además de La Doña ¡María Félix!, venida especialmente. Carmen D’Alessio me fue presentada. No linda, pero magnética. No vulgar, pero sí exuberante. El desparpajo sudaca for export con una sobreactuación muy neoyorquina y algún estimulante se combinaban dando un resultado digno de la Carmen operística. No resistí la tentación de decirle que conocía a su exmarido. “¡Ah! Dile al gandul ese que ahora que es famoso será bienvenido al 54”, fue su comentario. El adjetivo utilizado para Carlos me pareció digno de El Lazarillo de Tormes. Esa noche sí me divertí. Con curiosidad malsana le pregunté a Nacho cuánto le había costado la farra. “Unos dibujos de Diego Rivera que nunca me gustaron”, me respondió.
El patrón Rubell, parafraseando a William Blake, sostenía que “La ruta del exceso lleva al templo de la sabiduría”. Siguiendo esa premisa declaró en 1979 que sólo la mafia era mejor negocio que el 54. El fisco se le tiró encima con la apertura de los libros contables de la próspera empresa y detectando una evasión impositiva de 2,5 millones de dólares de la época. Como respuesta, y a la manera de pito catalán, Rubell acusó a un alto funcionario del presidente Carter de haber consumido cocaína en una de sus fiestas. Al escándalo mediático siguieron dos clausuras del local. Como era de esperar, se encontraron drogas y dinero negro en grandes cantidades. Los días del Studio 54 estaban contados. En febrero de 1980 Richard Gere, Diana Ross, Ryan O’Neal y Jack Nicholson, entre otros menos notorios, lo despidieron. La prensa dijo: “El fin de la Gomorra moderna”. Una leyenda urbana cuenta que la última copa le fue servida a Sylvester Stallone.
La pareja de socios fue sentenciada a tres años y medio de prisión, aunque la pena fue conmutada. Libres, transfirieron el 54, abrieron la disco Palladium para luego incursionar en el negocio de hotelería. En 1989 plena epidemia de sida, Rubell murió a los 45 años. Ian Schrager se casó dos veces, ambas con bailarinas clásicas, y tuvo tres hijos. En su más reciente emprendimiento se asoció a la cadena hotelera Marriott. Carmen D’Alessio, con un cuarto marido 21 años más joven que ella, trata de imponer los sunset-parties en establecimientos cinco estrellas. “¿Quién dijo que uno no puede divertirse por la tarde?”, comentó más sosegada. En cuanto al local del 254 de la calle 54, luego de varios intentos de revivirlo como discoteca ya la música disco era cosa del pasado y, el sida había sembrado paranoia en 1998 y siguiendo sus tradiciones, volvió a ser un teatro legítimo ¡pero con mesitas!